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viernes, 6 de enero de 2012

EL GENERAL DE BRIGADA Y LA JUEZA



¿Una funcionaria judicial argumenta a favor de un represor sentenciado? Ese rango de neutralidad doctrinaria forma parte del ejercicio de la profesión de abogado, pero resulta inadmisible en un funcionario.  
El general de brigada (R) Braulio Olea (condenado en 2008, en Neuquén, a 25 años de prisión, junto con otros siete represores que estuvieron a cargo del centro clandestino de detención La Escuelita) es el padre de la doctora María Laura Olea, secretaria de la Cámara de Casación. Como los hijos no son responsables del comportamiento de sus padres, una cosa no tiene por qué impedir la otra. Sin embargo, en el juicio donde fuera condenado, la doctora Olea fue la abogada del general, y para ejercer la defensa tuvo que ser explícitamente autorizada por la Cámara, cosa que efectivamente sucedió.
¿Un caso excepcional? Vale la pena pensar –a la luz de este curioso comportamiento– el patrón político del poder judicial entre 1976 y la actualidad. Nos permitirá conocer hasta qué punto la “dictadura militar terrorista” fue militar, y qué papel le cupo a la magistratura.

El 24 de marzo de 1976, las FF AA comunicaron todo lo que se proponían explicar en materia de legalidad. En el anteúltimo párrafo se lee: “La conducción del proceso se ejercitará con absoluta firmeza y vocación de servicio. A partir de este momento, la responsabilidad asumida impone el ejercicio severo de la autoridad para erradicar definitivamente los vicios que afectan al país. Por ello, al par que continuará combatiendo sin tregua a la delincuencia subversiva abierta o encubierta y se desterrará toda demagogia, no se tolerará la corrupción o la venalidad bajo ninguna forma o circunstancia, ni tampoco cualquier transgresión a la ley u oposición al proceso de reparación que se inicia.”
Conviene leer el texto de atrás para adelante, facilita la comprensión. A partir del “no se tolerará” inicia una aparente taxonomía rigurosa. Enumera: corrupción, venalidad, y la transgresión a la ley. Figuras perfectamente asimilables a las tipificadas en el Código Penal; por tanto, no requieren del estado de excepción, pueden ser combatidas en el marco de la legalidad teóricamente vigente. Claro que oponerse a un gobierno de facto no es por cierto ilegal. ¿Cuál sería la novedad jurídica? Una, ese gobierno no tolera oposición de ninguna clase, ni armada ni desarmada.
Era una declaración de guerra sin cuartel.

Todos los que intervinieran en ella serían considerados partisanos. Y tratados en consecuencia. El general Acdel Vilas, adecuado mistagogo, lo cuenta sin eufemismos: “La guerra a la cual nos veíamos enfrentados era eminentemente cultural. Por eso a la subversión había que herirla de muerte en su fundamento ideológico. Si permitíamos la proliferación de elementos disolventes –psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etcétera– soliviantando las conciencias y poniendo en tela de juicio las raíces nacionales y familiares, estábamos vencidos.”
¿El problema fundamental? La destrucción de quienes participaran de la batalla cultural. Ahora se entiende: destruir el fundamento ideológico no supone polemizar, sino destruir uno a uno los organizados por ese fundamento, entonces, rendir cuenta pública de los actos de la “lucha contra la subversión” “abierta o encubierta”, explicar empujado por la pregunta de una madre inquisitiva que golpea el tabú de silencio. Vilas no se propone debatir con los “elementos disolventes”, sino silenciarlos definitivamente. Debate, en sus términos, supone derrota. Entonces, para evitarla... se impone silenciar la sociedad política.

Tanta debilidad discursiva transformó toda pregunta inoportuna en cuestionamiento. Es la herencia de silencio del liberalismo criollo (la 4144, Ley de Residencia, parlante de la constitución enmudecida), conjugado con la rigurosa distinción schmittiana entre liberalismo y democracia. Entre el sistema de derechos que garantiza la propiedad privada, y los derechos que permiten defenderse de los propietarios. Estos últimos son puestos entre paréntesis. Caducan. Ese es el estado de excepción. Por eso todo debate debía ser evitado, porque restituye la voz ocluida, excluida. De ahí que la quiebra del silencio derrapara en oposición. Y como la oposición carecía de espacio legal, era ilegal por definición, el silencio de una sociedad invitada a callar programáticamente resultaba música celestial, salud.
El poder judicial acató –no podía ser de otro modo, al menos en los inicios– ese comportamiento. Todo el orden legal se redujo a “formalidad inconsecuente”  y los jueces oscilaron entre la abyección personal –cómplices materiales directos– y la responsabilidad por omisión. Casi nadie tuvo un comportamiento heroico, y no se trata de una condena automática para todos los que lo integraron, sino de mirar caso por caso. Eso sí, sabiendo que la “familia judicial” formó parte orgánica de la dictadura.
Claro que a partir del ’83 –con el retiro de los uniformados– estaban en condiciones de hacer otra cosa. No sólo no lo hicieron, sino que el comportamiento de la doctora Olea, o del ex presidente de la Cámara Federal de Mendoza, Otilio Romano, cobra todo su sentido pedagógico.
A Romano se le permitió fugarse, al no tomar el menor recaudo para que así no fuera, pese a que su complicidad no ofrecía ninguna duda razonable, había sido acusado reiteradamente de participación en la “obtención de información” de detenidos durante la dictadura. Y tal cosa no sucede cuando uno o dos funcionarios hacen la vista gorda, sino cuando la “familia judicial”, al menos de Mendoza, actuara como bloque.

Y otro tanto sucede en el caso Olea. Mano derecha del juez Eduardo Riggi, de la Sala III (dos de cuyos secretarios se presume estuvieron vinculados a obtener la libertad de los acusados en el caso de Marino Ferreyra, mediante el cobro de sobornos), es el propio juez quien autorizó a Olea a tomar licencia sin goce de sueldo para defender a su padre. Este es el punto. Aducir motivos personales, en ese carácter obtuvo la licencia, presupone compartir al menos su legitimidad. La sentencia (25 años) cambia la cuestión y sin embargo cuando toca la revisión (Sala IV de la Sala de Casación) Olea vuelve a intervenir sin inconvenientes. ¿En ese caso único “defiende” a su padre, y en todos los demás la doctrina vigente? ¿Una funcionaria judicial argumenta a favor de un represor sentenciado? Ese rango de neutralidad doctrinaria forma parte del ejercicio de la profesión de abogado, pero resulta inadmisible en un funcionario. Máxime cuando Olea participó en el escrache al presidente de la Suprema Corte de Justicia, Ricardo Lorenzetti. Vale la pena detenerse en el hecho. Lorenzetti estaba presentando en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, su libro, Derechos Humanos: justicia y reparación, cuando un grupo de “Hijos y Nietos de Presos Políticos” lo acusaron de no respetar los Derechos Humanos de los represores. ¡Hijos y nietos de represores que no sólo no se distancian de su progenie, sino que los reivindican públicamente!
Este escándalo sucedió a fines de agosto del año pasado, y pese a que Olea es suficientemente conocida por la “familia judicial” nadie dijo nada. Sin embargo, su presencia no admite debate, ya que fue registrada en un video subido a YouTube. Ahora se entiende mejor, una cosa es el discurso políticamente correcto que la Facultad de Derecho admite abstractamente, y otra es el bill de indemnidad que implícitamente otorga.
La idea de que un aparato del Estado pueda comportarse con doble patrón no es novedosa; la batalla democrática exige que ese comportamiento se vuelva extraordinario. Ya se terminó el tiempo en que Eduardo Kimel (1952–2010) fuera condenado por investigar la masacre de los curas palotinos. Son los jueces como Guillermo Rivarola –acusado de no investigar nada– los que deben sentarse en el banquillo. Y para que así sea, los cómplices del caso Olea no pueden ni deben quedar impunes. Ahí se mide la calidad institucional de la magistratura, no en otra parte, y se trata de barrer de una vez por todas esos podridos establos de augías.


 

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