Vehemente, díscolo, insubordinado,
apasionado, pagó con su muerte los aciertos de su vida política: haberse
mantenido fiel a su pensamiento republicano y democrático y, sobre
todo, haber mantenido su vínculo con los sectores populares.
Manuel Dorrego, sin dudas, era hasta hace
poco tiempo el gran olvidado de la historia nacional. “Jacobino y
liberalísimo”, como lo define José Ingenieros en su libro La evolución
de las ideas argentinas, es el hijo predilecto de la línea fundada por
Mariano Moreno y profundizada por Bernardo de Monteagudo tras las
jornadas de Mayo de 1810. Republicano y federal, ilustrado y popular,
porteño y bolivariano, liberal pero nacionalista –si es posible aplicar
categorías actuales a los protagonistas del pasado–, su pensamiento y su
acción se vuelven imprescindibles para enfrentar el bicentenario.
Nacido el 11 de junio de 1787 y fusilado por Juan Galo de Lavalle el 13 de diciembre de 1828, Dorrego fue revolucionario en Santiago de Chile, soldado y coronel del Ejército del Norte, exiliado político, periodista –fundador del diario El Tribuno–, legislador nacional y gobernador de la provincia de Buenos Aires. Durante toda su vida política su conciencia federal y republicana fue acrecentándose hasta llevar a la práctica durante su gobierno lo que declamaba en el llano. Vehemente, díscolo, insubordinado, apasionados pagó con su muerte los aciertos de su vida política: haberse mantenido fiel a su pensamiento republicano y democrático y, sobre todo, haber mantenido su vínculo con los sectores populares.
A lo largo de sus discursos en el Congreso, Dorrego
demostró ser un defensor del voto popular, libre y sin coacciones y de
la extensión del sufragio a todos los sectores de la sociedad, incluso
para los humildes que, como se sabe, tenían vedado el acceso a los
derechos políticos. En una oportunidad, por ejemplo, acusó de prácticas
fraudulentas al gobierno de Bernardino Rivadavia porque los ciudadanos
iban llevados a las urnas por miembros de las fuerzas de seguridad que
se quedaban hasta el momento en el que, a viva voz, emitían el voto.
Pero quizás el discurso más interesante que dio fue el 29 de septiembre de 1826 cuando defendió la forma federal de gobierno frente al unitarismo liberal. Dorrego delinea su proyecto de país y de sólo escucharlo cualquiera se da cuenta de que no está pensando en límites políticos sino en economías regionales viables con mayor racionalidad que el centralismo unitario basado en la especulación financiera y aduanera: “La Banda Oriental podría formar un Estado. Entre Ríos, Corrientes y Misiones, otro... la provincia de Santa Fe y Buenos Aires bajo tal organización que su capital se fijase en San Nicolás o en el Rosario... La de Córdoba tiene aptitudes por su riqueza y todo lo necesario para ser sola; Rioja y Catamarca, otro estado; la de Santiago y Tucumán, otro, la de Salta se halla en el mismo caso que Córdoba; la de Cuyo, otro... Se me había olvidado decir que el Paraguay se halla en el mismo caso que los de Salta y Córdoba.” De más está decir que en la idea de Dorrego está incorporar por su propia voluntad no sólo al Paraguay sino también a Bolivia, país al cual también se refiere. Y luego demuestra su republicanismo no elitista, basado en la legitimidad popular: “No sé que se pueda presentar el ejemplo de un país, que constituido bien bajo el sistema federal, haya pasado jamás a la arbitrariedad y al despotismo; más bien me parece que el paso naturalmente inmediato es del sistema de unidades al absolutismo o sistema monárquico. Pero... supongamos que este sistema federal contenga errores y males que vengan a perjudicarnos; pregunto ¿la masa general decidida por el sistema federal, no pondría un empeño en que él se ponga en planta, si probase que los errores que se les atribuyen son falsos...? Esta tendencia de la masa general a recibir con gusto el sistema federal ¿no es una ventaja? ¿Por qué los legisladores han querido hacer creer que la dominación era una emanación de la divinidad para inspirarles un deseo de respetarlas?”
Unos días después, en la sesión del 2 de octubre,
Dorrego amplía su alegato en favor del federalismo: “Nuestra queja del
gobierno peninsular, ¿cuál era? El que todo lo teníamos que llevar a
Madrid; y yo pregunto, ¿bajo el sistema de unidad no será cierto que
todo o la mayor parte habrá que traerlo a la capital? ¿No es regular
que los pueblos se resientan ahora de aquello mismo?... La fuerza moral
hace que, un país que quiere ser libre, siempre lo sea, pues él, o
dejará de existir, o lo será, porque todo hombre tiene esa tendencia
hacia su libertad, y puesta en ejercicio sacrifica sus intereses y
relaciones, su misma vida con el mayor entusiasmo; pero en la forma de
unidad faltaría ese espíritu... Se dice que todos los gobiernos son
igualmente buenos; pero es mejor para el país, estrictamente hablando,
aquel que sea la expresión del voto público, y que está más en contacto
con el pueblo, o para hacer su felicidad, o para conocer los males que
se sienten y poderlos remediar.”
Pero más allá de sus palabras, el
Dorrego gobernador habla por sus actos. La línea económica diseñada por
Dorrego se diferencia radicalmente de las pautas marcadas por el
rivadavismo. De inmediato se recostó en los sectores productivos e
intentó en la medida de sus posibilidades recortarle sus beneficios al
sistema especulativo basado fundamentalmente en el Banco Nacional,
principal herramienta de endeudamiento del Estado y cuyos intereses
respondían al capital financiero británico. Conviene tener en cuenta que
la deuda a principios de 1826 alcanzaba los 1.202.301 pesos y que a
julio de 1827 –cuando Rivadavia renunció– ascendía a la cuantiosa suma
de 13.100.795 pesos, dinero que se fue en mínimas obras públicas, en la
manutención de la guerra con Brasil y, sobre todo, en maniobras de
renegociación de los empréstitos solicitados –lo que incluye las
abultadas comisiones de los intermediarios- y de sostén de la banca,
primero a través del Banco de Descuentos y luego, del Nacional. Además,
los defasajes de la balanza comercial –producto del bloqueo brasileño,
pero también de la desigualdad en los términos de intercambio-
produjeron, como ocurre siempre hacia el final de los procesos
liberales, una estruendosa fuga de capitales –en este caso de plata- que
se escurría en buques de bandera inglesa.
Si bien a diciembre de
1828, tras la caída de Dorrego, la deuda trepaba a los 17.698.173 pesos,
la fría estadística puede demostrar que, mientras Rivadavia incrementó
el pasivo –una constante de los gobiernos que aplican políticas
liberales (los gobiernos de 1862-1916, 1955-1958, 1976-1983 y 1989-2001)
en la historia– en un 1200%, la administración federal lo hizo en
apenas un 30 por ciento. Pero la operatoria principal de
desendeudamiento consistió en dejar de pedir empréstitos al Banco
Nacional a tasas usurarias para negociar un empréstito interno de 505
mil pesos a una tasa del 6 por ciento.
Al mismo tiempo, Dorrego tenía
que hacer frente a la inflación ocasionada por la devaluación del peso
respecto de la libra por la sobre emisión de billetes realizadas por el
Banco Nacional. Decidió acotar las actividades de esa entidad financiera
–a cuyos directores acusa de “aristocracia mercantilista”– y a
principios del año 28 envió a la Legislatura un proyecto para
transformarlo en el Banco de la Provincia de Buenos Aires, con capitales
que ya no respondiera a los intereses británicos sino de comerciantes y
estancieros locales. Incluso, en mayo sancionó la ley de curso forzoso
–inconvertibilidad de la moneda en metálico– para evitar la fuga de
capitales experimentada por las políticas rivadavianas.
Dorrego
decidió recostarse en tres sectores nacionales bien marcados para
sostener su proyecto político: los estancieros –a quienes les extendió
la línea de fronteras para que pudieran apropiarse de más cantidad de
tierras–, los sectores populares –a quienes mediante la ley de
desmonopolización de los bienes de primera necesidad y el congelamiento
de los precios de la carne les garantizaba no quedar presos de la
especulación de los comerciantes– y de los caudillos del interior,
quienes se veían beneficiados por un doble motivo: porque Dorrego
contaba con ellos para la organización institucional y porque la
continuación de la guerra en la que estaba empeñado y cierta política
proteccionista, favorecía las pequeñas industrias y artesanados que
dependían del mercado interno.
Por último, otro elemento muy presente
en el pensamiento dorreguista es el nacionalismo territorial. Era un
convencido de que debía formarse una gran federación republicana que
incluyera no sólo a la Banda Oriental sino también a los Estados del sur
de Brasil (los actuales departamentos de Río Grande, San Pablo y Porto
Alegre), al Paraguay y al territorio de Bolivia, independizado en 1826
gracias a la desidia de los rivadavianos.
Víctima del primer golpe
de Estado organizado por el Ejército regular y víctima del primer crimen
político de la historia argentina, el destino de las Provincias Unidas
del Sur habría sido muy distinto, seguramente, si Dorrego (el primer
líder popular de estas tierras) hubiera podido delinear el futuro de
este país que años después se deshizo en guerra intestinas.
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