Por extraño que parezca, en el debate respecto a las consecuencias de las actuales reformas económicas en Cuba, partiendo de argumentos absolutamente distintos, llegan al mismo pronóstico los pensadores liberales, para los cuales no existen alternativas al capitalismo, y los marxistas ortodoxos, para quienes el socialismo es un cuerpo rígido, incapaz de adecuarse a las condiciones que le impone la realidad, sin perder su esencia.
En verdad, no se trata de un debate nuevo, sino que está relacionado
con la manera en que cada uno de los extremos ha concebido el socialismo
desde sus orígenes:
A partir del triunfo de la Revolución rusa, en 1917,
ambos bandos consideraron el socialismo como un sistema social
perfectamente estructurado. Ello motivó la emergencia de diversas
teorías respecto al “modelo” que debía regirlo y, en consecuencia, los
parámetros para evaluarlo.
Sin embargo, Carlos Marx no lo había concebido de
esta manera, sino como un período de tránsito a la sociedad sin clases:
el comunismo. Desde esta perspectiva, es cuestionable el concepto de
“tránsito hacia el socialismo”, toda vez que se trata de un tránsito en
sí mismo, y también la conclusión de que estamos en presencia de un
régimen constreñido a un modelo determinado, cuando lo que importa es el
“sentido” del proceso, o sea, si avanza o no en el proyecto de
construir una sociedad sin clases, partiendo de la realidad concreta que
enfrenta.
Al margen de crisis coyunturales o los errores económicos y políticos
en su conducción, la Revolución cubana ha tenido que confrontar
problemas que son consustanciales a todos los procesos revolucionarios.
Mucho más cuando tienen un carácter socialista, ya que, a diferencia del
capitalismo, que divide a la sociedad en “triunfadores y perdedores”,
exonerando al sistema del fracaso individual, las soluciones que plantea
el socialismo tienen un carácter social, responsabilizando al régimen
con el bienestar de todos.
Desarticular las bases políticas, económicas e ideológicas del
régimen anterior; enfrentar la contrarrevolución resultante de este
desplazamiento; garantizar los reclamos populares que le dieron origen y
satisfacer las expectativas de los sectores que representa, fueron las
metas originales de la Revolución cubana.
La desarticulación del poder económico y político establecido
ocurrió de forma drástica, pero necesariamente no tenía que haber sido
de esta manera e, incluso, no parece que ese haya sido el proyecto
original de los revolucionarios en el poder. Recordemos que el primer
gobierno estuvo compuesto mayoritariamente por personas provenientes de
la burguesía; “consuma productos cubanos” fue una de las primeras
consignas y Fidel Castro, en persona, trabajó intensamente por convencer
a los trabajadores de suspender la ola de huelgas ocurridas en el país
en esos momentos.
Al parecer, inicialmente se pretendía conciliar el proyecto social
revolucionario con el desarrollo de una burguesía nacionalista, la cual
no era el sector dominante de esta clase en Cuba y planteaba críticas al
sistema de dependencia imperante. Si ello no cuajó, fue por la
debilidad histórica de este sector y sus contradicciones con las
aspiraciones populares, la subordinación que a la larga demostraron
respecto a Estados Unidos y la radicalidad que asumió el proceso, como
consecuencia de las agresiones norteamericanas.
También enfrentó con bastante éxito a la contrarrevolución, al menos
en el plano interno, y fue capaz de resolver los problemas esenciales de
la población, así como satisfacer las aspiraciones del momento, lo que
explica el tremendo apoyo popular alcanzado.
Aunque la Revolución cubana siempre mostró una clara vocación
independentista, la cual provocó más de un conflicto con la entonces
Unión Soviética, resulta evidente que su inserción en el campo
socialista respondía a las condiciones impuestas por la guerra fría y
constituyó la base económica del desarrollo posible en esta etapa,
imponiendo la lógica del proyecto socialista cubano de entonces. La
desaparición de esta bipolaridad no solo implicó la peor crisis
económica de la historia del país, sino la necesidad de un replanteo del
diseño del proyecto mismo.
Del llamado “período especial” no podía surgir la articulación del
nuevo proyecto, sino que fue la suma de medidas de supervivencia, cuyo
éxito hay que medirlo por haber satisfecho este objetivo, de por sí un
logro extraordinario, al margen de algunas consecuencias indeseadas que
hoy es necesario resolver. No es entonces hasta el recién finalizado VI
Congreso del PCC, en que se plantea el propósito de elaborar un “nuevo
modelo económico socialista”, que garantice la inserción de Cuba en el
vigente escenario internacional y proyecte sus directivas estratégicas.
Un problema básico a resolver, es recuperar la capacidad de la
economía para satisfacer las expectativas generadas por el desarrollo
humano resultante de la práctica social revolucionaria, toda vez la
Revolución ha creado un potencial humano que sus condiciones económicas
impiden absorber a plenitud, así como articular un nuevo consenso
respecto a la forma de lograrlo. Ya no se trata de superar la situación
de las personas respecto al pasado capitalista, sino de superarse a sí
mismo, y en ello consiste el principal reto.
Los obstáculos a superar son formidables. Algunos son exógenos, los
cuales la Revolución no puede transformar por sí misma y necesariamente
tiene que adaptarse a ellos; como tener que funcionar en un orden
mundial determinado por el mercado capitalista globalizado, a lo que se
suma las limitaciones que le impone el bloqueo de Estados Unidos, algo
que comúnmente pasan por alto o subestiman muchos que analizan la
realidad cubana. También problemas endógenos, no solo económicos, como
la imposibilidad de la igualdad plena, sino políticos e ideológicos,
consustanciales a las constantes transformaciones que requiere el propio
proceso socialista.
Considero que una crítica legítima a las medidas aprobadas por el VI
Congreso es aquella que parte del análisis de su eficacia para
satisfacer los objetivos que se propone y, en tal sentido, pueden ser
enmendadas, pero resulta improcedente evaluarlas a partir de falsos
dogmas respecto a la naturaleza del socialismo o desde una perspectiva
que pretenda compararlas con modelos capitalistas que no constituyen el
propósito de las mismas.
De lo que se trata, por tanto, es de analizar cómo la adecuación del
sistema económico es capaz de crear las condiciones materiales que hagan
viable el proyecto socialista, ya que el pauperismo no satisface las
expectativas de nadie. Pero, más importante aún, es que estas medidas
respondan a una voluntad colectiva y la mayoría se sienta identificada
con el proyecto, considerándose y siendo actores del mismo.
Su efectividad, por tanto, no solo se decide en la calidad de su
diseño, sino en que la política que las promueva contribuya al
desarrollo de la cultura que requiere el socialismo. Solo de esta manera
podrá avanzarse en la solución de lo que considero un problema
histórico del proceso: no haber sido capaz de conciliar la propiedad
social, con la conciencia social que requiere este tipo de propiedad.
Sentirse “dueño” en el socialismo, no puede ser lo mismo que sentirse
un nuevo capitalista y actuar como tal. En ello consiste lo
indispensable que resulta el constante perfeccionamiento de la
democracia socialista, la cual no puede parecerse a ninguna otra, porque
desde Atenas hasta Estados Unidos, la democracia de algunos solo ha
sido posible a costa de la explotación de otros.
*Publicado en Cubadebate
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