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viernes, 28 de octubre de 2011

NÉSTOR KIRCHNER Y LA POLÍTICA DE LO COTIDIANO




La “metamorfosis” socio-cultural que tímida pero definitivamente inició allá por 2003 posee un atributo aceptado por el grueso de la dirigencia argentina, incluidos aquellos sectores poco afectos a reconocerle mérito alguno al oficialismo. Propios y ajenos señalan que la llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada significó una progresiva puesta en valor de la política, que de a poco comenzó a recobrar su significado positivo y capacidad transformadora, volviendo a ocupar un espacio que había dejado vacante por varias décadas, a fuerza de dictadura genocida, decepción alfonsinista, menemismo brutal y nueva decepción, esta vez, aliancista. No se trata de exagerar, pero tampoco de negar lo evidente.Esta regeneración de lo político empezó desde el minuto cero en que Kirchner, por entonces un gran desconocido, irrumpió en la escena nacional, y tuvo su máxima demostración de fuerza durante las exequias del santacruceño, cuando miles y miles de personas se dieron cita en las calles no para expresar repudio a su gestión como presidente, sino para despedirlo con dolor. ¿Raro? Raro es poco.
En ese lapso, Kirchner demostró tener el talento o la tozudez necesaria para que otros se interesaran por eso que a él lo obsesionaba: la política. Lo consiguió rompiendo la lógica de una relación con la ciudadanía que se había vuelto mercantil y desangelada. Propuso, en cambio, un juego dialéctico, picante y hasta caótico, que necesitaba de la apelación al otro, para bien o para mal. Parecía dispuesto a que muchos lo odiaran, pero no a que le fueran indiferentes.
Sucede que el retorno de la política no valió sólo para la dirigencia –de la cual, una gran parte se había dedicado a practicar la complicidad y el cinismo– o la militancia –que recobró su organicidad y autoestima–, sino que se desplegó por todos los ámbitos de la vida. Porque lo que también volvió, y esto se percibe cada vez con más claridad, es la política de lo cotidiano, de sobremesa, de reunión con amigos; y también como origen de discusiones intensas y pasiones irreconciliables. Volvió como tema, uno más en un largo etcétera donde entra casi todo lo que vale la pena sobre este planeta.
Resulta llamativo: hasta hace poco –casi nada– esta cuestión estaba por completo ausente. Un plato vacío en la punta de la mesa. No se hablaba de política o se hablaba de algún ocasional impostor. A lo sumo, se invocaba a “los políticos”, por lo general, cuando alguien lanzaba una puteada al aire, con la misma densidad y compromiso con que se dice “qué tiempo de mierda”. Y el clima, se sabe, es algo que nos excede, así que mejor no preocuparse demasiado. La política, vuelta tema “tabú” o simplemente demodé, había caído en ese callejón sin salida de lo que no tiene solución.
Ese cuadro trágico es lo que parece haber cambiado y sus efectos son intensos. Varios candidatos descubrieron a destiempo la novedad, es decir, el comportamiento de un electorado que, aun con reflujos, ya no vota sólo porque tal dirigente le cae simpático, porque lo escuchó en la radio o, apelando a un lugar común, “porque tiene que pagar la cuota del plasma”. Curiosamente, sí vota por eso, pero también muchas otras razones. En definitiva, la política es la suma de todos los intereses, los mundanos, los partidarios, los económicos, los revolucionarios y los íntimos.
De hecho, uno de los aspectos más interesantes de este asunto es su dimensión interpersonal. Sea por el terror paralizante que impusieron los genocidas de uniforme o por la degradación ciudadana que cuajó durante el menemismo, hombres y mujeres habían aprendido a prescindir de su dimensión política. Por supuesto, a pesar de ese relato incompleto, la vida siguió adelante. Nacieron amistades y amores, se produjeron despechos y se buscaron rivales. En tal sentido, el resurgir de lo político impone una espontánea relectura en la historia –antigua o inmediata– de cada persona. Por peso propio, por su capacidad de intervenir colectivamente en las cuestiones individuales, lleva a ver en perspectiva y, a veces, a reconfigurar los esquemas de relaciones.
Muchos se dieron cuenta, de la noche a la mañana, que existía un aspecto –y no cualquiera– que desconocían de sus familiares o amigos. En algunos casos, fue una grata sorpresa y la empatía ya no sólo fue futbolera, nocturna o barrial, sino también política. Otras veces, en cambio, la nueva variable puso a prueba los lazos forjados. Nos desafió a ver cómo se lidia con este dato revelador, porque ahora resulta que nuestro amigo de toda la vida es “un peronista de toda la vida” –quizá siempre lo fue, pero ambos lo habíamos olvidado–, que nuestro querido primo es “un liberal furioso” y que uno mismo, hijo ejemplar de la decepción noventosa, piensa y siente –eso último es clave– la política.
Así las cosas, algunas trayectorias compartidas perderán su encanto pero, al mismo tiempo, van a surgir otros personajes, hasta ahora laterales, con los que parecía no haber tema de conversación, pero con quienes siempre hubo, aunque ninguno lo supiera, grandes afinidades.
Haber contribuido a desencadenar todo esto es, sin dudas, un buen legado para un político.

*Periodista
  Publicado en Tiempo Argentino

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