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martes, 11 de octubre de 2011

EL BANCO DEL SUR Y LA SUMA LATINOAMERICANA


Por Enrique Martínez*

Hace ya tres años que se inició la crisis económica financiera en el mundo central. Desde la burbuja inmobiliaria original en los Estados Unidos, la inestabilidad se propagó de una manera que es conocida.
Hoy se discute el futuro de Grecia, sobre todo, porque su salida del euro o su default serían el comienzo de un problema que se diseminaría por Europa. Pero hasta ayer la atención se concentró en otros lugares y mañana Dios dirá. El punto que ya nadie discute es que el desajuste entre el mundo financiero y la economía real, la que tiene que ver con la atención de nuestras necesidades básicas, o incluso aquellas más sofisticadas, ha tomado una dimensión descomunal e irreversible.

Tanta es la brecha que definitivamente se trata de dos mundos diferentes y los líderes del mundo se están ocupando sólo del financiero, suponiendo que la economía real, o funciona en automático, o es un hecho subordinado a aquello que suceda en las bolsas de valores, más bien esto último.

¿Es así? Hay dos tipos de vínculos entre el mundo financiero especulativo y el de la producción de bienes y servicios. El primero es que cuando alguno de esos casinos quiebra, cosa que sucede periódicamente, se evaporan enormes sumas de dinero y unos cuantos miles de empleos de ese mundo oscuro. La demanda de bienes indefectiblemente se reduce, empezando por los más prescindibles, como el turismo, con un encadenamiento negativo evidente. Por lo tanto, la ruleta rusa financiera empuja a periódicas recesiones.

El otro vínculo es realmente perverso. Tiene que ver con sumar al juego de especulación la compraventa de materias primas de origen agropecuario o minero, cuyo precio varía por lo tanto sin una relación concreta con una demanda efectiva, sino con la voluntad de operadores de Chicago o de Londres de apostar a ganar intercambiando papeles que en un algún rincón dicen “soja” o “cobre”. En este plano, los más perjudicados suelen ser los consumidores de los países pobres, que deben pagar por ciertos productos básicos sumas mayores que las que percibe quien realmente los produjo.

Se trata de dos conexiones relevantes, pero en verdad no tan críticas como para impedir que la vida de los miles de millones, que cada día se aplican en el mundo a trabajar en las cadenas de valor de los bienes físicos que abastecen a toda la comunidad, pudieran seguir su curso, tan bien o tan más o menos como venían siendo.

El punto dramático del capitalismo moderno no es que haya casinos diseminados que juegan con cosas que nos pueden afectar, sino que esos casinos logran fijar las reglas para ganar más veces que las que pierden y eso a expensas del resto de los ciudadanos.

Si una burbuja financiera explota, logran que los gobiernos acudan en su auxilio, sobre la tesis no demostrada de que, de lo contrario, el daño sería mayor. Pero eso no esto. Ni siquiera lo más grave.

Si un país tiene necesidad de apelar a deuda externa para equilibrar sus pagos internacionales le prestan, muchas veces más allá de la posibilidad de devolución, y suman los títulos respectivos a su juego especulativo. Cuando la insolvencia del deudor se hace evidente, presionan a ese gobierno para pagar achicando todo otro egreso público, lo cual afecta inevitablemente al conjunto de esa economía, pero sobre todo a los más débiles. Aquí sí que la relación entre las finanzas y la economía real se hace fuerte y en términos de subordinación de la producción.

A diferencia de los escenarios arriba mencionados –una burbuja que explota o la variación artificial de los precios de materias primas–, en que se podría señalar que un gobierno no puede evitar que sucedan, sólo buscar contrarrestarlos, en el caso de la deuda externa, la solución es clara: no tomar ese tipo de deuda. Ningún malabarismo técnico debería hacernos caer en esa trampa, máxime con la historia que el país tiene al respecto. La virtuosa decisión de desendeudarnos, que tomara Néstor Kirchner apenas comenzó su gobierno, no debería tener límite. El único aceptable es que la deuda externa desaparezca.

La Argentina tiene una dotación de factores muy favorable, que ha facilitado contar con superávit de cuenta corriente internacional todos estos años. No sucede lo mismo con varios otros países de Latinoamérica. Y tampoco resulta sensato suponer que nuestro país nunca tendrá problemas en este aspecto, sobre todo en un mundo global que ha determinado un peso tan grande de trasnacionales en nuestra economía, con el giro de utilidades creciente que ello implica. Por lo tanto, hoy más que nunca resulta necesario construir un sistema de asistencia financiera especial al interior de la región, del cual el Banco del Sur es la pieza clave.

Con la dimensión que han tomado en el mundo los intereses de los bancos de inversión y sus jaurías periféricas no es de extrañar que la efectiva puesta en marcha del Banco se haya demorado tanto desde que se decidiera avanzar. A mi criterio, no queda margen estratégico para demorarlo. Brasil, Venezuela y la Argentina, los tres países de cuyo aporte y gestión depende este intento, tienen en sus manos –en conjunto– construir el camino que consolide una independencia crucial de la locura de aquella parte del mundo que cree posible hacer dinero sólo con dinero

*Presidente del INTI.
Publicado en Tiempo Argentino


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