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martes, 19 de abril de 2011

LOS DUEÑOS DE LA TIERRA



En la Argentina no hay norma jurídica que limite la adquisición de tierras por parte de personas físicas o jurídicas extranjeras, pese a que desde hace muchos años se acumulan las iniciativas para limitar la enajenación del suelo a los grupos económicos foráneos.  


El reciente fallo de un juez de Esquel, ordenando el desalojo de un grupo de pobladores mapuches que ocupan desde hace algunos años el 0,05% del interminable latifundio de 900 mil hectáreas adquirido por la empresa trasnacional Benetton en los años en que el valor de la tierra estaba literalmente por el suelo, evidencia la pertinencia de la afirmación presidencial formulada al abrir el año legislativo sobre la necesidad de legislar para evitar la extranjerización del territorio nacional.
En la Argentina no hay norma jurídica que limite o restrinja la adquisición de tierras por parte de personas físicas o jurídicas extranjeras, pese a que desde hace muchos años se acumulan las iniciativas que pretenden limitar la enajenación del suelo a los grupos económicos foráneos. Sin ir más lejos, en el año 2003, suscribimos desde el bloque socialista un proyecto cuyo principal artículo no dejaba dudas: “Se prohíbe la compra de tierras a toda persona extranjera no residente en el país.”
Es aquella indefensión jurídica la que ha facilitado que grandes inversores de otros países compren extensas superficies en lugares estratégicos, como la Patagonia y el Litoral, por un total de 17 millones de hectáreas registradas, aunque otros cálculos hablan de unos 20 millones. En muchos casos, y al igual que las adquisiciones de empresarios nacionales, esas operaciones desplazaron a comunidades aborígenes y campesinos pobres que argumentan derechos de posesión de antigua data. Hasta se ha dado el caso en que la venta de tierra incluyó pueblos enteros, que pasaron a ser patrimonio particular.
Aunque el fenómeno de la extranjerización creciente y sostenida del recurso ha sido atribuido a la enorme expansión de los cultivos, principalmente la soja, hay ocasiones en que lo que se busca es comprar naturaleza y su diversidad, ya que la Argentina es un  país pródigo en ese sentido, en un mundo de recursos naturales y tierra fértil cada vez más escasos. Así, grandes extensiones de los Esteros del Iberá, de las provincias patagónicas y las zonas serranas de Córdoba, San Luis, Salta y otras provincias, han sido adquiridas no sólo por su potencial productivo, sino también con el propósito estratégico de adueñarse de  sus recursos naturales y su riqueza biológica.
La desnacionalización de la tierra ha significado asimismo la enajenación de grandes zonas de frontera, donde el Estado debe ejercer un control imprescindible para garantizar su soberanía, tal como lo expresó Cristina Fernández al abrir las sesiones del Congreso y anunciar la intención del Ejecutivo de consensuar una norma que regule  la propiedad de la tierra.
La presidenta mencionó que la propuesta del Ejecutivo no será de sesgo antiinversionista y tendrá a la vista legislación comparada como la brasileña, país que limitó drásticamente la extranjerización del suelo, entre otras cosas porque nuestro gigantesco vecino, poseedor de una frontera extensísima y de una biodiversidad de gran valor estratégico, como la selva amazónica, debió promulgar un sistema legal para preservar su soberanía. Una larga historia de depredación de los recursos naturales de América Latina, casi siempre acompañada de violencia sobre las poblaciones afectadas, justifica sobradamente tales políticas.
La restricción a las entidades físicas y jurídicas extranjeras es inseparable de la necesidad de regular la propiedad de la tierra en todos los aspectos, desde los arrendamientos rurales hasta la protección de los derechos de los pequeños productores y las comunidades aborígenes. Aunque la Constitución Nacional vigente –a diferencia de la sancionada en 1949– no menciona expresamente la función social de la propiedad, la reforma de 1994, que reconoce el derecho de las poblaciones originarias a la propiedad comunitaria de las tierras e incorpora el principio de desarrollo sustentable, limita implícitamente el alcance del derecho de propiedad.
En cambio, en la mayoría de las constituciones provinciales –que tienen competencia para legislar sobre la entrega de sus tierras fiscales– sí se contempla el principio fundamental de la función social de la tierra, cuya vigencia vienen reclamando las comunidades campesinas. Es que se trata de derechos vulnerados por el arrollador avance de la concentración de la propiedad agraria, junto con la apropiación de la producción agropecuaria por el capital financiero.
Esas condiciones demandan un proyecto integral de regulación, que contemple tanto la defensa de los recursos naturales y la soberanía alimentaria como la necesidad de evitar los desalojos forzosos en tierras ancestrales por obra de la extensión de la frontera agrícola,  tal como lo demanda el informe 2010 del Comité de Derechos Humanos de la ONU.
Toda vez que la sola mención de que la propiedad de un bien no renovable como la tierra no puede ser un derecho absoluto ha causado siempre la pertinaz resistencia de los terratenientes y sus socios, el debate que se avecina promete ser naturalmente complejo. Pese a ello, y el agravante de que la deliberación legislativa coincide con el año electoral, habrá que construir laboriosamente los consensos necesarios para sancionar una ley de alto contenido social e indiscutible prioridad política, ya que remite a la defensa de la soberanía nacional.


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