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jueves, 28 de abril de 2011

LA REVOLUCIÓN ES UNA MUJER




Si alguien quiere comprender el por qué intransigente y conmovedor de las Madres, que indague a fondo dos de sus proposiciones esenciales: ‘El otro soy yo’ y ‘Para nosotras no queremos nada’.  
El  30 de abril de 2011, sábado y otoño de vientos y amarillos en el sur, las Madres de Plaza de Mayo cumplen 34 años de lucha. El pañuelo blanco, emblema de libertad reconocido en el mundo entero, supera en cantidad de años la edad promedio de los hijos de las Madres al momento de desaparecer.

Algunas Madres han pasado los 90 en su reloj biológico, y sin embargo siguen en la pelea como si fuera la primera vez. O la última. Asisten a ella con sorpresa y asombro. Humildes y sabias. Siempre. Ninguna baja de los 70, y no obstante ello, muy frecuentemente descubren un nuevo misterio en su pueblo, que las maravilla.
Es raro, pero son sus familiares más íntimos, largamente más jóvenes que ellas, desde nietos a sobrinos, quienes se preocupan por sus horarios. Las Madres saben a qué hora salen de su hogar para ir a la militancia, pero desconocen cuándo regresarán. Quizás la toma sorpresiva de la Catedral, resuelta de improviso en la reunión de la mañana, o la entrega de una carta a Vargas Llosa, las demoren por demás. O las intimen a pasar la noche fuera de casa, en cuyo caso todo se trastoca: los que no pegan un ojo son sus sobrinos o nietos, y ellas las adolescentes. Traviesas, las Madres no avisan a nadie si la condición para el éxito de una acción determinada es guardar secreto y actuar por sorpresa. Muchas veces las vi almorzar en la cocina de su sede, con hambre y como sin ganas, esperando el momento de la reunión política posterior al postre; parecen quinceañeras haciendo tiempo para ir a bailar.
Cuando en febrero de 1998 la banda irlandesa U2 vino por primera vez a tocar a Buenos Aires, el cuarteto visitó a las Madres en su Casa. Tras el encuentro, el cantante Bono se declaró profundamente conmovido por una frase que le había dicho Hebe de Bonafini: “Somos Madres paridas por nuestros hijos.” A mí me impacta esta otra: “Antes que poner preso a un milico, las Madres preferimos ver a un niño sonreír.” Para lo otro están los abogados.
¿Por qué una organización política, no partidaria, que ya lleva 34 años en el ruedo no se burocratiza nunca? ¿Qué hace que la Asociación Madres de Plaza de Mayo se conserve ilusionada, aguerrida, firme, como el primer día? ¿Por qué las mujeres que la componen se mantienen conscientes respecto de sus responsabilidades en la lucha, y ninguna coyuntura política las confunde de esta certeza ni las aparta un ápice de su camino? ¿Cómo forjaron ese modo-Madres de hacer política? ¿Acaso en las reuniones semanales de cada martes, en las que debaten con rigor de físicas y ardor de revolucionarias desde la receta de los fomentos hasta la marcha del mundo? Ellas, que no tienen experiencia militante previa y se iniciaron en la lucha siendo mujeres maduras, cortazarianamente, ¿de dónde sacan para saber que los pergaminos obtenidos tras sus combates no las hacen acreedoras de ningún privilegio sobre el resto, sino todo lo contrario?
Si alguien quiere comprender el por qué intransigente y conmovedor de las Madres, que indague a fondo dos de sus proposiciones esenciales: “El otro soy yo” y “Para nosotras no queremos nada”. Su monumental lucha se sostiene sobre no muchos conceptos, aunque cardinales para la cultura posdictatorial. El cimiento fundamental: la socialización de la maternidad. Su condición de “Madres de todos los desaparecidos” y no del suyo o suya individual, circunstancia sine qua non del capitalismo.
Quienes no acuerdan con ellas las invalidan apelando a su supuesta “irracionalidad”. Los más buenos dicen que están doloridas; y los otros, que sólo “odian”. Qué raros ciertos discursos de la democracia argentina, que insisten en no dar cuenta acabadamente de las Madres y su aporte definitorio al acervo popular, acaso demostrando en su envés que no les perdonan un gesto que, al tiempo que las distingue de modo peculiar en toda la historia de Occidente, invalida a sus críticos: haber ocupado en absoluta soledad la Plaza de Mayo, quizá en el momento más “inoportuno” y cruel de nuestra historia social.
Su penúltima aventura, sin embargo, es muy otra: su desembarco en los barrios más olvidados del país, las villas miserias, al comando de la Misión Sueños Compartidos. La primera edificación que iniciaron fue Ciudad Oculta, en 2006; la última todavía no empezó. Cuando plantaron el primer poste entre el barro de la villa de Mataderos, Hebe dio un discurso en el que pidió perdón a sus habitantes por no haber ido antes a construir junto a ellos sus viviendas.
Es que las Madres son así. Su miel es dulce y cáustica. De allí su carácter y convicción revolucionarios, su firmeza toda suave. Muchos dicen que el dolor está invicto, que fracasa la ilusión, pero el sufrimiento jamás. “Son los ilusos del dolor”, como dijo Juan Gelman. Pero esos muchos que piensan poco, inventores de teorías gordas y aportes finitos, se equivocan. La única imbatible es la esperanza, si no cómo se explica el fenómeno de estas mujeres.
A esa plaza que les dio el nombre, el primer cobijo, ellas le devolvieron un país. Rasparon su piedra con palitos y descubrieron una comarca debajo. La Patria renació bajo las tejas del piso de la Plaza. Las Madres la alumbraron. Pasaron 34 años y ahora el país, nuestro país, ya está aprendiendo a caminar. Pide cada vez menos upa. El babero se enchastra todavía cuando come, pero embucha solo. Agarra con fuerza la cuchara. Hunde el pan en la sopa y chupa. Está grande ya en su terrible adolecer. Pía con fruición de primavera. Son las Madres. Y sin embargo, su humildad es tan orgullosa y compañera que reconocen, no en su mérito, sino en la orden del presidente Kirchner al jefe militar de que descuelgue los cuadros de los genocidas, el resurgimiento de ese país.  
Sin ademanes de ocasión ni los histeriqueos característicos en ciertas prácticas militantes, las Madres enseñan día a día que luchar no es cuestión de quién tiene la bandera más ancha. Que las discusiones se ganan con el cuerpo. Que cabeza y corazón no disputan nada entre sí, sino contra cabeza y corazón del enemigo, que es de clase. Que la entrega a la causa demanda mucho más que un cuarto de hora de efusión contestadora. He ahí, quizás, su aporte decisivo a la causa de los pueblos y la libertad: se lucha como se vive, todos los minutos de todas las horas de cada día.
¿Adónde se cruzan la poesía y la Revolución? Si eso ocurriera alguna vez, ¿en qué última e íntima esquina, misterio o palabra, se daría el encuentro? ¿En un pájaro? ¿En vientos que pasan volando por acá? ¿En sueños, tardes, tormentas? ¿En el rojo profundo que hace el sol cuando se esconde atrás del día? ¿En una mujer?
En una mujer. Definitivamente, allí hicieron su casa la poesía y la Revolución. Ambas hicieron fuego para que no se apaguen nunca las rabias, las rebeldías que soplan desde el fondo o patio de los siglos. Al final de una mujer, Revolución se limpia con poesía las mugres del día que pasó.
La alegría, siempre; el dolor, sí, pero la tristeza, jamás. Ahí van las que nunca cotizaron en plata o sosiego la vida de sus hijos. Las Madres de Plaza de Mayo sí que están invictas. Las más jóvenes de entre todas las púberes, ellas, nuestras queridas viejas. ¿A cuál derrota le exigirán ahora una revancha, a cuál muerte otra oportunidad? 

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