La Casa Patria Grande, donde la Presidenta homenajeó a Néstor Kirchner el día de su natalicio tenía, ciertamente, otro destino. El edificio francés ubicado en Carlos Pellegrini y Juncal, en el exclusivo barrio de Recoleta, había sido elegido para sede de Unasur. Allí, Néstor, como Secretario General, tenía previsto seguir su activa participación en el cambio del mapa político latinoamericano.
Fiel a su estilo frontal y desafiante, sentía que si en esa casona habían funcionado dependencias de la dictadura, era hora de convertirla en un embrión más de unidad regional. En cambio, de ser un eslabón del Plan Cóndor, concebido por Henry Kissinger y los dictadores de turno, Kirchner quería que esa mansión sirviera para potenciar el sueño de una Latinoamérica más unida y soberana.
Las palabras de Cristina, el viernes pasado por la tarde, fueron la muestra más clara de que la política argentina 2011 está atravesada más por los sentimientos que por las estrategias electoralistas. La Presidenta encarna, de modo protagónico, algo que se extiende por todo el país: un renovado interés por la política, entendida ésta como un genuino deseo de expresarse, de participar en los hechos públicos a partir de las propias emociones. La Presidenta deja fluir sus estados de ánimo, sus sentimientos más íntimos desde un espacio –el de los actos públicos difundidos por radio y televisión– donde los políticos suelen transmitir discursos fuertemente racionales. En todo caso, el componente emocional es el de la retórica. Es decir, dispositivos del lenguaje en los que se combinan la persuasión, el humor, la autoridad y la información, dentro de los cuales hay espacio para tributar a la identificación con ciertos líderes, dogmas y espacios de pertenencia. Así, el discurso de un político puede despertar aplausos o cánticos entre sus seguidores y rechiflas entre sus oponentes. Discursos de tribuna que, podría decirse, se reducen a despertar la aceptación o el rechazo. Si hubiera que medir lo que despiertan esos discursos de los políticos sería fácil advertir que producen un alto grado de sensibilidad entre quienes viven dentro del mundillo de la política y bajísimo grado de sensibilidad en el resto; o sea, las mayorías.
Si hubo una excepción a estos cánones, en la Argentina, fue Evita. Porque fue tan auténtica como visceral, tan singular su vida como dramática su prematura agonía y muy impresionante su legado. Las intervenciones de Cristina Kirchner en los últimos meses producen –para quien está presente y aún para quien lo escucha por radio o lo mira por tele– un efecto distinto. Para graficarlo, podría decirse que sus palabras y sus gestos llegan al pecho, a ese lugar donde el cuerpo humano aloja las angustias, los amores, los deseos. Pero algo le pasa a la Presidenta en el momento mismo en el que su rostro denota las lágrimas contenidas: algo de sus reservas la lleva a la palabra justa. En cambio de quebrarse, le sale su capacidad de transmitir ideas y, sobre todo, comportamientos. “A él le hubiera gustado que yo estuviera aquí y que luego fuera a Yaciretá”, dijo en un momento y no cabían dudas, para nadie, que era la confesión de alguien que, previamente, como cualquiera que perdió a su compañero cuatro meses atrás, se preguntó muchas veces dónde quería ella pasar el primer cumpleaños de Néstor sin Néstor. Es insondable el lugar donde alguien quiera pasar el cumpleaños del ser ausente porque el dolor es la ausencia y el lugar se convierte en, apenas, un paliativo. Pero hay algo más que el lugar y es con quiénes, entre quiénes. Algunas veces, en este duelo que la Presidenta comparte en sus apariciones públicas, ella advierte que no puede sola, que necesita estar con otros y entre otros. Ser parte de un proceso colectivo.
Por último, podría señalarse que una buena parte de la sociedad argentina no comparte esta mirada. No porque descrea de los sentimientos de dolor de la Presidenta, sino porque se conecta con ella desde un sentimiento opositor al Gobierno. Se trata, más allá de las ideas políticas, de un vínculo emocional donde se mezclan la desconfianza, el encono con el peronismo, el temor al otro y hasta la creencia de que hay cierto montaje en exponer públicamente lo que le pasa. Se trata de un fenómeno que asocia el rechazo emocional al descreimiento de los datos que demuestran el cambio sostenido que vive la Argentina. Y de eso se trata la democracia, que las reglas del juego no invadan la propia percepción de la identificación política. Sin embargo, por el lugar que ocupa Cristina, como presidenta en ejercicio y virtual candidata a la reelección, este comportamiento sensible, al que llegó por la pérdida de Néstor, fija límites para la disputa política. En un año electoral, donde hay fundados temores para pensar en provocaciones y ataques arteros, la presencia de una Cristina que se fortalece ante su propio dolor, es una garante de paz, de reglas de juego leales. No sólo le rinde un tributo a su compañero y a sus partidarios, sino que es un estímulo para toda la sociedad.
*Periodista
Publicado en Miradas al Sur
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