Ricardo Forster |
Reflexionar políticamente sobre la cuestión, siempre acuciante, compleja y litigante de la “igualdad”, implica acercarse a su núcleo olvidado y, también, a aquello que la sigue colocando en la dimensión de lo subversivo, es decir, de lo que no puede ser reducido a la lógica despolitizadora del capital-liberalismo. Supone interpelar lo que de la democracia se pone en juego cuando la inquietud gira alrededor de la suma de los muchos en un sistema de cuentas que suele eludir la aritmética de los iguales en nombre de una naturalización de la desigualdad.
Pero lo hace también asumiendo la diferencia y la diversidad como proliferación de multiplicidades en el interior de los iguales y nunca como negación homogeneizadora, abriendo, de ese modo, el puente de ida y vuelta entre la igualdad y la libertad, esa extraña pareja que se ha llevado tan mal a lo largo y ancho de la historia pero de cuya intercambiabilidad depende el destino de la propia democracia.
Siguiendo el hilo de esta reflexión nos encontraremos con otro de los puntos problemáticos del debate contemporáneo, de un debate que atraviesa la propia idea de “democracia” y que nos retrotrae a la operación de reducción de cierta perspectiva progresista a un republicanismo virtuoso y devorado por su matriz liberal en detrimento de la propia tradición democrática. Pero también nos exige pensar, en el interior de la demanda de “igualdad”, las relaciones, no siempre transparentes, entre las singularidades y las multitudes; o, dicho de otro modo, de qué manera se puede hacer compatible el ideal igualitario, la suma de los que quedan fuera de la suma en la distribución de los bienes materiales y simbólicos, su constitución en “pueblo” o en “multitud” que presiona contra la naturaleza desigual del capitalismo y la reivindicación de la parte individual de los incontables (la cuestión del Estado de derecho, el respeto a las libertades individuales y a la división de poderes, la protección de las minorías, aquello que Alexis de Tocqueville teorizó a partir de la sospecha, alarmante para su espíritu liberal-conservador, de “la tiranía de la mayoría” como resultado de la proliferación democrática). ¿Puede la democracia sentirse afectada y arrinconada cuando la multitud popular se presenta en el Ágora para exigir el cumplimiento de su promesa de origen? ¿Hay democracia fuera del litigio por la igualdad? ¿Cómo pensar una república democrática que, recuperando el concepto de “República de los iguales”, no quede anclada en una tradición meramente liberal como viene sucediendo entre nosotros? ¿Puede despejarse, por incompatible, la presencia tumultuosa y conflictiva de las masas de aquello que se denomina “República democrática”? Dilemas de una época, la nuestra, que vuelve a enfrentarse a aquello que se creía anacrónico y vetusto, a aquello que la hegemonía del capitalismo neoliberal había creído para siempre deslegitimado y arrojado al tacho de los desperdicios ideológicos. En nuestro país, pero también en otras geografías latinoamericanas (y ahora en Túnez y Egipto), regresa lo espectral democrático junto con los actores olvidados y ninguneados.
En una época dominada por la economía de mercado, la globalización de las mercancías, la proliferación insustancial de individuos atrapados en la homogeneidad del consumo y la nihilización posmoderna de toda intervención en la escena de una realidad desnutrida de su materialidad, el regreso de la multitud o del pueblo, la irrupción de las masas constituye un escándalo de la razón, una imposibilidad respecto a una percepción del mundo que no puede mirar aquello que ha quedado fuera de su alcance porque perteneció a otro ciclo de la historia. Y sin embargo, y más allá de este “obstáculo epistemológico” –tomando prestado el concepto bachellardiano- ha sido el propio sujeto ausente, la multitud ya no espectral, la que ha reingresado a la escena argentina de un modo que ha causado una extraordinaria sorpresa en todos aquellos que habían decretado su defunción. El dominio de la ideología de un capitalismo postproductivo traía como una de sus consecuencias fundamentales un doble vaciamiento: de la política como lenguaje del conflicto y del sujeto social capaz de encarnar la disputa por la igualdad. Lo que resultó intolerable de la irrupción kirchnerista fue su a deshora, la absoluta anacronía de su presencia en un tiempo de clausura en el que sólo podía ser reconocido el pueblo como objeto de estudio de historiadores y antropólogos, de sociólogos y psicólogos pero ya no como sujeto del cambio histórico. En ese retorno de lo inesperado, en esa vuelta de tuerca de lo ausente, radica el escándalo de lo que en otro lugar he llamado “el nombre de Kirchner”. El litigio que atraviesa la vida democrática, invisibilizado pacientemente por los dispositivos ideológico-culturales del sistema, se ha vuelto a hacer presente recobrando, en parte y bajo nuevas perspectivas e invenciones, lo que desde siempre se guarda en la memoria de las multitudes y que, bajo determinadas circunstancias, vuelve a emerger para reintegrar la parte de los incontables en la suma de la distribución.
Mientras la democracia se desplegó sin regresar sobre la cuestión de la igualdad no hubo incompatibilidades entre el poder real (las corporaciones económico-mediáticas) y la continuidad de un estado de derecho asentado sobre un supuesto orden republicano. Queda como una tragedia de la vida latinoamericana de las últimas dos décadas del siglo veinte que, una vez dejados atrás los años dictatoriales, se ingresó a un tiempo dual caracterizado por la recuperación de la democracia y la proyección exponencial de una desigualdad inédita que acabaría siendo la mayor de toda la historia del continente, superando incluso a la de África. Mientras se avanzó en esta esquizofrenia estructural lo que se impuso fue una retórica del consenso y del fin de los conflictos asumiendo que la globalización y la unipolaridad constituían el punto de cierre de la historia. Junto con el triunfo económico del neoliberalismo se desarrolló, a su vez, una profunda metamorfosis del imaginario social y cultural que acabó por avalar ese giro de la realidad hasta alcanzar la forma de un nuevo absoluto caracterizado desde los engranajes entrecruzados del mercado y de la industria del espectáculo. El neoliberalismo fue, entonces, mucho más que un trastrocamiento del capitalismo de producción para reemplazarlo por la matriz especulativo-financiera. Su “verdad” hay que ir a buscarla a lo recóndito de los lenguajes hegemónicos que se constituyeron en los ejes principales de la visión dominante del mundo.
En un estupendo y medular reportaje, Nicolás Casullo se detuvo a analizar estas profundas transformaciones que se han venido produciendo en la sociedad contemporánea y lo ha hecho haciendo eje en la estetización de los sujetos y de la política, remarcando la función central de los lenguajes mediáticos y de la industria de la cultura. “Hoy estamos en una cultura que hace política, más que en una política que hace cultura o que se dedica a la cultura los viernes a la noche en el salón de actos. Esto segundo ya no ilumina. Porque el tema que nos atañe a todos es en realidad un tema cultural: la confrontación ahora es por legitimidades en un mundo deslegitimado. Es por imaginarios a imponer, por estados de ánimo a ‘operar’, por ficcionalizaciones de lo real, y por el realismo de las ficcionalizaciones”. Allí se inscribe, con la fuerza de lo que se graba con fuego, el núcleo “espectacularizante” que el capitalismo neoliberal le ha impreso a esta época y, de ahí también, la colosal importancia de los medios de comunicación que se han convertido en el locus “verdadero” por el que se filtra inevitablemente aquello que hoy se denomina “la realidad”. Sigue afinando su análisis Casullo: “Y se refiere esta pregunta sobre cuáles son las nuevas subjetividades, cuáles son sus mundos resimbolizados, resignificados. Cuál es el status de las representaciones que definen los nuevos sujetos. Esta es una pregunta de corte estético más que político. Atañe a la sensibilidad, al yo, a lo privado, a la puesta en escena, al inconsciente, a la imaginación, a la fantasía, a la imagen de las cosas, a la edición de las cosas, al mito de la individualidad. Es decir, territorio estético”. Es en esta reconfiguración de los sujetos y de las cosas en la que se inscribe el vaciamiento de las materialidades y de una escena puramente articulada desde la lógica de la discursividad estético-ficcional. En su interior, pero rompiendo su núcleo de ficción, se juega la batalla por el sentido.
“La institución de la igualdad, señala con elocuencia Tatián, comienza por una declaración que desmantela los ordenes jerárquicos autolegitimados como naturaleza de las cosas; en ese sentido, estrictamente toda igualdad es an-árquica y deja vacío el lugar del poder –a partir de entonces apenas un lugar de tránsito, ocupado siempre de manera alternada y provisional. Igualdad es ante todo irrupción de un régimen de signos que sustrae la vida visible de la jerarquía, la dominación, el desdén, el desconocimiento, la indiferencia o el destino en tanto efectos de la desigualdad.
Iguales no quiere decir lo mismo. Como idea filosófica, según se busca proponer aquí, la igualdad se opone al privilegio, no a la excepción; a la desigualdad, no a la diferencia; a la indiferencia, no a la inconmensurabilidad; a la pura identidad cuantitativa que torna equivalentes e intercambiables a los seres, no a las singularidades irrepresentables –en el doble sentido del término. Es el alma de la democracia en tanto juego libre de singularidades irreductibles, abiertas a -y capaces de- componerse en insólitas comunidades de diferentes (de “sin comunidad”), conforme una lógica de la potencia inmanente a esa pluralidad en expansión -alternativa a la trascendencia del Poder-, definida como ininterrumpida institución de sus propias formas, y por tanto afirmativamente –lo que según entiendo quiere decir que no requiere de la impotencia de otros para su ejercicio e incremento sino, por el contrario, más se extiende cuanto más común. Así concebida, en tanto teoría y práctica de una igualdad libertaria, quizá democracia sea el equivalente de un “comunismo de los singulares” –según la expresión, acuñada y dejada sin explicitar, por el último Sartre. La igualdad permite que haya otros. La igualdad es el reino de los raros”.
Democracia como resistencia al Poder que reduce, de manera sistemática, las singularidades, pero también como deseo de darle forma al encuentro de lo diverso sabiendo, de todos modos, de su condición de ideal que se encuentra, una y otra vez, ante la dura resistencia de una realidad poco atenta a esa condición “an-árquica” de una gestualidad democrática que no se deja encerrar en fórmulas desvitalizadoras que suelen ser lo propio de un tiempo del capitalismo, el nuestro, que sólo la nombra para desactivarla y vaciarla de esos contenidos igualitarios. Democracia, tal vez, como horizonte de una sociedad que se niega a permanecer estancada en un orden de sentido que se muestra como antagónico a ese “comunismo de los singulares” lanzado al ruedo de las ideas querellantes por el último Sartre. También democracia como lo imposible que, sin embargo, insiste desde lo profundo de la historia para recordarnos lo que permanece sin resolución, aquello que la acompaña desde sus orígenes griegos y que se fue desplegando de mil maneras distintas en la multiplicidad de experiencias populares que, a lo largo de un itinerario zigzagueante y espasmódico, nunca han dejado de seguir litigando por aquello que no ha terminado de sumarse en la cifra de la igualdad.
*Filósofo
Publicado en Revista Veintitres
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