Sobre un dibujo de Daniel Paz |
Es de suponerse que el arte de la política implica, al menos, una cierta capacidad para obtener una creciente y apreciable audiencia en el escenario en el que se está inserto. Puede aceptarse que haya un cierto tiempo de gracia, dados los afanes de los rivales por desmerecer mi propio discurso. Pero pasados varios lustros, incluso contando con razonables estándares de libertades públicas, si quienes están dispuestos a reconocer lo atinado de mis propuestas en una compulsa electoral rondan el uno por ciento, casi siempre por debajo, algo inadecuado está ocurriendo. Como en otras dimensiones de la vida, se podría cambiar de oficio, pero si se persiste, la extrañeza tiene que ir en aumento.
Aunque ni los más avezados de los estudiantes de Ciencia Política puedan explicar sus diferencias, las sectas trotskistas que presumen de partidos rondan la decena, algunos menos minúsculas que otras. No puede ponerse en cuestión que en sus filas prima el rechazo por las injusticias que el modo de producir capitalista provoca y que es generosa su entrega, como lo evidencia la joven vida truncada de Mariano Ferreyra, alevosamente asesinado por matones de un pseudo sindicato. Tampoco que muchos tienen perseverancia para encontrar y acercarse a sectores postergados para estimular y liderar sus reclamos. Pero es más que evidente que semejante empeño no es suficiente para emerger en la escena política.
Y aquí viene lo más penoso. Para encontrar la atención tan esquiva, se llega a la desmesura. Desmesura que no tiene que ver con la índole de algunos hechos en particular. Calles, avenidas, vías, terrenos y edificios pueden ser ocupados y escenarios de una lucha cuando son ganados por multitudes, que es cuando incluso se cuenta con la comprensión y hasta el apoyo de las mayorías. Recuérdense si no escenas del 20 de diciembre o antes las del Cordobazo, para mencionar algunas insignes, como otras tantas que han jalonado numerosos capítulos en nuestra historia. Pero cuando la insistencia proviene de pequeños grupos o más aún cuando las víctimas están compuestas por legiones de trabajadores, sin que quepa la menor duda, quien gana es la derecha.
En general, el trotskismo, más allá de sus matices o algunas lúcidas rectificaciones, ha quedado pegado al marco conceptual de la Segunda Internacional, que se atenía a la fase del capitalismo que madurara en el siglo XIX, esperando que el crecimiento imparable de la clase obrera permitiera, con el peso de su número, ajustar las cuentas con la burguesía de su propio país. Comparten esa premisa con los reformistas, aunque pretendan otro final. No comprendieron las transformaciones del siglo XX, todas las implicancias del imperialismo y mucho menos la índole de los conflictos en las periferias. Su propuesta estratégica, sea en Noruega, Francia, Mozambique o Bolivia, será la misma: “frente obrero” o “frente de trabajadores”. Nunca pretendieron encontrar un enemigo principal o procurar la unidad del pueblo. Eso era para los “populistas”, deviniendo en tarea central “desnudarlos” para que no confundan a los trabajadores. Lo que aquí padece el kirchnerismo, lo sufren por igual Morales, Correa, Lula o Chávez.
Incluso, como no logran audiencias apreciables, buscan a los inconsecuentes en sus propias filas, para explicar las falencias. Se dividen y a volver a empezar. La intolerancia se conecta con la creencia que presume que la tierra prometida se alcanza por medio de la insurrección, de allí que quien supone ser el “estado mayor” verdadero debe poner límites a la democracia interna. Hay que cohesionar las filas desde el vamos. Y si por un accidente histórico se consigue algún concejal o diputado, habrá que estar alerta para expulsarlo a tiempo antes de que sea el curso por el que penetre la ideología parlamentarista. Luis Zamora ha sido elocuente para reseñar las performances de las sectas.
Recientemente, el corte de las vías en el Roca y las consecuencias que deparara nos enfrentan con esta pertinacia sorprendente. Los argumentos de que no son responsables de la ira de los trabajadores que querían regresar a sus casa resultan francamente asombrosos.
¿En virtud de qué lógica se puede sostener que las formas de lucha deben ser indiferentes a los daños y los sentimientos que provocan en el resto de los trabajadores?
En algunos medios estas propuestas venían gozando de cierta consideración, seguramente por su empeño por acompañar reclamos justos. Pero todo parece indicar que donde ya son más conocidos comienza el reflujo. Los resultados de las elecciones en los centros de estudiantes de Filosofía y Letras y Sociales, antiguos baluartes, así lo atestiguan. También la de los no docentes en esta última Facultad.
Pero el debate debe acrecentarse. La capacidad que poseen para nutrir los argumentos del macrismo en la ciudad o incluso incrementar la matrícula en universidades privadas no debe subestimarse. Aunque seamos justos, no son los únicos responsables en provocar divisiones en el seno del pueblo. Existe algo así como un trotskismo silvestre, menos elaborado, que también florece en nuestros días, y que a veces se suma a punteros y vivillos dispuestos a nutrirse de beneficios propios o que coquetean con los adláteres del PRO.
Pero detengámonos en quienes se presume más permeables al debate de ideas. Si estas prácticas sólo condujeran a profundizar su propia insignificancia, no merecería que nos ocupemos de ellos. El problema es que son los principales artífices del crecimiento de la derecha, incluso en sectores populares. Si no supiéramos que antiguas injusticias nutren su impaciencia, aquí y en cualquier parte, podríamos suponer que están concebidos por encargo. Por eso, más allá de la extrañeza que provocan, es necesario debatir y consolidar autoridad política allí donde se hagan presentes. Sin aprioris ni bravatas. Pero poniendo en evidencia a quién están sirviendo. Lo que también supone ajustar las cuentas con lo grotesco que perdura en muchos ámbitos y que a veces los hace aparecer verosímiles. De últimas, llegarán a su mínima expresión cuando quienes estén al frente de los reclamos sean quienes saben también dónde se encuentra el enemigo.
* Profesor de Política Latinoamericana. Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Publicado en Página12
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