La democracia, lo he escrito en varias ocasiones, no es algo cerrado ni anquilosado que se sustenta pura y exclusivamente en el ritual (imprescindible) del voto cada dos años; es el orden de lo que está continuamente en movimiento, de aquello que tiene que lidiar con la diversidad y la multiplicidad de una sociedad en estado de litigio. Como decía el teórico político Claude Lefort, la democracia es el orden que se reinventa a sí mismo, que sabe de sus limitaciones y de sus opacidades pero que también ha comprendido en profundidad lo que significa construir un espacio compartido por cuerpos ciudadanos disímiles y muchas veces en disputa.
Nada más antagónico a la democracia, a su falibilidad, que los absolutos, que esas construcciones que se quieren portadoras de la verdad revelada y que suelen utilizar retóricas en las que se esfuman todos los matices. Democracia y política se entraman allí donde habilitan la compleja relación entre conflicto y consenso, entre afirmación de las convicciones y aceptación de la diferencia. Pero, y esto es algo central y decisivo, la democracia, allí donde sigue vigente el litigio por la igualdad, es decir, allí donde los incontables de la historia siguen habitando la geografía de la injusticia y de la desigualdad, no puede ser el ámbito de una consensualidad negadora de esta conflictividad, no puede desconocer que desde el fondo de la vida social se sigue gestando una política de la reparación que, si busca la luz del día, sabrá de intereses corporativos que intentarán, por diversos medios, muchos non santos, impedir que la equidad se abra paso en el interior de una sociedad atravesada por enormes deudas impagadas con los sectores más vulnerables.
La democracia, en todo caso, es el territorio que demarca lo infranqueable, el límite que no se puede ni se debe pasar a la hora de respetar la pluralidad, la libertad, el derecho a tener las mismas oportunidades, la proliferación de subjetividades diversas y complejas, los intereses contrapuestos y el derecho a ser protegido, sea cual fuere la condición social, por la ley común a todos. Cuando algo de esto se debilita o falla, la que está en riesgo es la propia democracia.
Esta algo extensa introducción tiene un objetivo simple y surge, a su vez, de una inquietud: el objetivo es tratar de indagar por las estrategias de una oposición política que, la mayoría de las veces, se muestra como cultora, aunque lo niegue, de una lógica de la guerra haciendo del Gobierno el gran enemigo al que hay que batir implacablemente. Y la inquietud surge de esa gestualidad guerrera y de esas retóricas de la catástrofe que se visten con los ropajes de la legalidad republicana pero que, y allí se va conformando la inquietud, tienden a horadar y a deslegitimar el derecho constitucional del Gobierno a gobernar. Y lo hacen, ese ejercicio que suele bordear lo destituyente, alardeando de sus inmaculadas virtudes democráticas y de ser portadores de una ética de la responsabilidad. En alianza con la corporación mediática, su verdadera fuente de ideas y de estrategias discursivas, buscan limitar a un gobierno elegido para desarrollar un proyecto del que se podrá discutir si es bueno, regular o malo pero que fue presentado antes de las elecciones y fue desplegado con enorme coherencia en los años subsiguientes, tal vez como no lo ha hecho ningún otro gobierno desde la recuperación de la democracia en el ’83. Es contra esa coherencia contra la que se alzan las voces coléricas e intransigentes de una oposición que respeta muy pocas reglas de la propia democracia que dice defender.
Constituye una regresión democrática la transformación de la mayor parte de la oposición en mera correa de transmisión de los intereses de las grandes corporaciones. En ese proceso de cooptación lo que se vacía es el lugar de la política y de aquellos partidos que eran portadores de antiguas y venerables tradiciones pero que, en los últimos años, se han ido empobreciendo hasta secar sus raíces y volverse funcionales a los dueños del capital, de las tierras y de los grandes medios de comunicación.
Lo inaugurado por Néstor Kirchner en el 2003, después de sortear el “que se vayan todos” y la caída en abismo del país, rehabilitó no sólo la dimensión política sino que le devolvió a la propia democracia su núcleo decisivo al introducir de nuevo ese gran litigio por la igualdad que es también, y como lo señaló recientemente Cristina Kirchner, una extraordinaria aventura de la libertad. En el misterio de esa relación, en sus turbulencias y en sus entrañables travesías históricas, se juega la genuina vida democrática más allá de las pequeñeces de una oposición carente de ideas y sofocada por su propio barullo.
La derecha corporativa vernácula esta desconcertada. Mira hacia todos lados y no logra salir de su incredulidad ante una tenaza que la aprieta doblemente: una de las pinzas le hiere donde más le duele al mostrarle el fervoroso y multitudinario adiós que el pueblo le brindó a Néstor Kirchner, adiós que se transformó, junto a la tristeza, en apoyo masivo y militante a Cristina Fernández (todavía flotan sobre todos nosotros y, claro, también sobre los escribas de la derecha que mastican su odio y su rencor, las imágenes conmovedoras que hicieron del funeral del ex presidente la mayor manifestación de congoja y de agradecimiento popular de la que se tenga memoria por estas geografías sureñas desde las despedidas primero de Evita y después de Perón). Saben, tal vez lo supieron antes pero lo negaban, que el velo de mentiras se ha corrido, que los espadachines mediáticos ya no pueden negar aquello que por prepotencia popular se hizo visible en esos días tristes y tumultuosos que produjeron una extraordinaria inflexión en la actualidad argentina. Saben, ahora, que Cristina representa las fuerzas históricas y la potencia colectiva de un pueblo que busca reencontrarse con sus mejores tradiciones. Lo peor, para ellos, ha sucedido en ese acontecimiento parteaguas de una historia que va por más. Tal vez Néstor, donde quiera que esté, esboza una sonrisa enigmática.
La otra tenaza, menor pero desquiciante para el establishment, es la incapacidad de la oposición para organizar algo así como una alternativa viable ante lo que se anuncia como el futuro triunfo de una fórmula encabezada por Cristina. La tienda de los milagros cada vez más empobrecida y descalabrada es ahora conducida por la flamígera y apocalíptica devota de oscuros mandatos celestiales que ha leído, como en otras ocasiones memorables por lo grotescas, las señales de la llegada del fin de los tiempos kirchneristas bajo la alucinante forma del rechazo al presupuesto. Elisa Carrió, porque de ella, como lo habrá adivinado el amigo lector, se trata, no ha ahorrado gestos, palabras, adjetivaciones soeces y amenazas para “disciplinar” a una oposición raquítica y famélica de discursos coherentes y creíbles. Los radicales, que algo entienden de institucionalidad y de sistemas políticos (aunque hacen lo imposible para que no se note demasiado), ya conocen los efectos nocivos del abrazo de oso de tan peculiar personaje. Ellos, que dibujaron presupuestos imposibles que fueron votados por la oposición en cada uno de los años de los gobiernos de Alfonsín y de De la Rúa con los resultados conocidos en carne propia por la mayoría del pueblo, y que también le votaron todos los presupuestos a Menem (sus consecuencias también están a la vista), hoy, cuando se trata de votar siguiendo los usos y costumbres de la democracia y de la institucionalidad en un país presidencialista, se dejan seducir por los cantos de la pitonisa del Apocalipsis. Extrañas las conductas de quienes se dicen exponentes de la mejor tradición republicana.
Los dizques peronistas disidentes, otra pequeña tienda de los milagros, ya se enfrentan a su propia fragmentación que tuvo su punto culminante en el portazo que acaba de darles el ex corredor de Fórmula 1. En los próximos días veremos de qué modo continúa la onda expansiva que ya se deja entrever por algunas declaraciones de Felipe Solá (más solo que nunca y más perplejo y dubitativo que Hamlet), de Francisco de Narváez y de Mario Das Neves. Duhalde, rodeado por los Rodríguez Saá y por Juan Carlos Romero, verá llegada su oportunidad para afirmarse como “el” candidato de esa derecha neomenemista que ni siquiera sabe cómo presentarse ante la sociedad sin producir un irreversible espanto, ese que surge ante la mera posibilidad de un déjà-vu.
Al costado de tan ilustres personajes se encuentra Mauricio Macri demasiado ocupado por su casamiento y por eludir a la Justicia (tal vez imagina ser el “contrincante”, el heraldo llamado a enfrentarse a las huestes del demonio kirchnerista). Más lejos y en una suerte de ostracismo indisimulado se encuentra el pequeño señor Cobos, demasiado pequeño para alcanzar la estatura del traidor. El traje, ese que se puso durante la madrugada de su famoso voto no positivo, le ha quedado demasiado grande.
En un lugar algo más pequeño y menos visible se encuentran los socialistas y los seguidores de Pino Solanas que, una vez más y van..., le hacen el juego a la oposición de derecha imaginando que son la “verdadera” alternativa para desarrollar, al fin, un proyecto genuinamente popular. Parece que a ellos, antiguos cultores de tradiciones emancipatorias, les ha dicho poco y nada lo que dijo masivamente el pueblo argentino sobre Néstor y Cristina Kirchner. Ellos insisten con sus ajadas imágenes de imposturas y ficciones, esas que compraron con ingenuidad los pobres y los jóvenes. Sabrán, eso imagino, quiénes son sus aliados de hoy y hacia dónde los conducen.
No queda mucho más y, la verdad, es que ya es suficiente. Esta es la oposición que hoy se opone con uñas y dientes para que el Gobierno no tenga su presupuesto 2011. Imaginan que, de esa manera, horadan su legitimidad y lo condicionan hasta dejarlo al borde de la ilegalidad. Poco y nada les preocupan las mismas reglas constitucionales y republicanas que dicen defender a capa y espada. Lo que no han sabido leer en los últimos acontecimientos, ni en el regreso del pueblo del Bicentenario, es que no les será sencillo poner palos en la rueda a un gobierno que ha venido transformando la Argentina y que lo ha hecho sin tomar ninguna medida contra ese mismo pueblo. El camino de estos años, con sus dificultades, ha sido el de la reparación. El que intenta seguir la oposición es el de la regresión a una época aciaga para las grandes mayorías nacionales.
*Filósofo
Publicado en Tiempo Argentino
Como siempre, las reflexiones de Foster son de una claridad incomparable. ¡Bien por incorporarlo al blog!
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