Por Eduardo Aliverti*
¿No le falta una pata a lo que se lee y escucha con prioridad en torno del matrimonio homosexual? Se expresa en forma de pregunta porque, quizá, lo que le parece al firmante es sólo una sensación y aquello que pretende con explicitud está implícito.
Valga una comparación. Cuando el voto no positivo de Cobos, hace justo dos años, casi nadie se detuvo en una disección puntillosa del objeto de la votación. Lo que importaba no era la resolución 125, sino el sujeto social nucleado en torno de voltearla y ajeno –tanto como quienes la respaldaban– al conocimiento técnico de la norma. Estaba claro que una alianza conservadora feroz había derrotado al Gobierno, y se abría un signo de interrogación enorme alrededor de la suerte oficialista en el futuro mediato. Lo cierto es que nada, o muy poco, resultó como se pensaba.
Hubo un coletazo: el kirchnerismo perdió las elecciones de un año después, aunque a manos de dos tercios invertebrados. La capacidad de iniciativa K para remontar el infortunio fue sorprendente, según admiten propios y extraños. El matrimonio fugó hacia delante, marcando agenda. Vino la crisis de los países centrales y acá no se notó. Los campestres descubrieron que les hubiera convenido apoyar las retenciones móviles y perdieron fuerza. Gardiner se diluyó. El comando opositor lo tomó Clarín, herido por todos los costados; pero la manera fue tan pornográfica que su credibilidad se desmayó, por sí sola o porque no pudo anclar sus contraataques en alguna figura política de la oposición. A valores parciales, estos días terminan con la ratificación de Macri procesado, a la defensiva, constreñido en la táctica de acusar a los K. Y la embajada paralela en Caracas se les cayó, la desaparecieron, no les sirve, quedaron al borde del papelón. Tienen que producir otra cosa y no saben qué. Es una síntesis rápida, pero no podría negársele objetividad si se es políticamente honesto. ¿Quiere decir, entonces, que el voto no positivo de hace dos años fue nada más que una anécdota? No: sólo quiere decir la obviedad de que lo pensado importante no pudo revalidarse, porque no tienen espacio en la medida de que la realidad o percepción sobre la marcha económica sea positiva. Van de un lado para otro. De Duhalde a Reutemann, de Cobos al hijo de Alfonsín, de Reutemann a Duhalde, de Carrió a una parte de los socialistas, de Jaime a Solanas, de una parte de los socialistas a Bonasso, de los glaciares a la relación comercial con China. No encuentran su lugar. Apenas pueden refugiarse en las deficiencias del kirchnerismo que, tanto como sus logros, a esta altura se recitan casi de memoria. El oprobio del Indek, el volver a recostarse en los barones pejota-mafia del conurbano, olores feos en licitaciones de obra pública, las dudas con la declaración patrimonial, son la única gran teta de que puede agarrarse Clarín, Carrió, Cía. No hay antítesis proyectiva. Solamente comentarismo. Retornemos: ¿cuál es la distancia entre aquel voto de Gardiner y esto del matrimonio gay? Es que aquello, lo de Cobos, fue un episodio contrastable con el devenir político y susceptible de ser revertido; y lo de estos días, el matrimonio homosexual convertido en ley, marca un quiebre sin retorno. No es modificable. Es un adelanto definitivamente histórico. De época. Sin embargo, a gusto del que firma, se perdió de vista que es así por la magnitud del derrotado. O se lo ve pero se “naturaliza” demasiado al objeto, en lugar de apreciar lo que le pasó al sujeto.
Es acertado que dentro de unos años este debate sobre los derechos cívicos homosexuales será anacrónico. Hará pasar vergüenza ajena a quien lo cite, al estilo de lo que sucedería hoy si algún extraterrestre cuestionara el divorcio. Lo mismo ocurrirá con la legalización del aborto, antes de que parezca lo contrario. Es correcto el alerta sobre lo impropio de que la sanción sea adjudicable a la lucha oficial: los K espolearon su aprobación cuando notaron que el humor social era favorable; o indiferente, pero propicio para acentuar el marcaje de cancha desde un discurso progre. Y la prensa opositora, conteste de lo mismo, quiso valerse del clima de confrontación que adjudica al Gobierno, pero no le dio para jugarse decididamente en contra de la ley. Se lo impidió su propio palo eclesiástico, que careció de inteligencia para no mostrarse como un emblema medieval aunque, puesto uno en el sitio de su liturgia retórica, ¿qué hubieran podido hacer, diferente de gritar más alto? Callarse, está bien, y tratar de negociar alguna cosa por debajo de la mesa. Pero eso no va con su espíritu reaccionario. Se sabe de cruces muy fuertes entre los monseñores que tenían claro lo inevitable de la derrota, dispuestos a transar condiciones de rendición, y los finalmente triunfantes que quisieron apostar al todo o nada.
Si se dice, como se dijo, que ganaron las libertades individuales, la democracia, el civilismo, y hasta la modernidad, es formalmente correcto y bienvenido. Pero falta exclamar lo elemental de que esos vencedores lo fueron porque hubo el vencido. Y ese vencido se llama la Iglesia, Bergoglio, sus cínicos aliados de moral indefendible. El vencido se llama la represión, individual e ideológica. Perdieron. Es una derrota mucho más fuerte que la de hace más de veinte años, cuando la ley de divorcio. Aquello se caía por su propio peso ridículo, sin por eso quitarle méritos de etapa al alfonsinismo. Y esto fue conquistado por la lucha de una minoría activa que, a fuerza de convicción, sedujo a las conciencias timoratas. Hasta la derecha pícara se horrorizó por las animaladas de los saurios del Episcopado. Admitieron entrelíneas que juntaron varios miles en el Congreso porque los trajeron en micro, a tanto el rosario. La versión católico-modosa del choripán y la Coca para juntar gente. Pero los medios no hablaron de caos en el tránsito.
Perdieron. Si se lo ve con ojos de la cotidianidad mayoritaria, la sanción de la ley simplemente legalizó una obviedad aunque, apreciado desde los derechos civiles de las parejas homosexuales, sus alcances son importantes. Si se pregunta para qué sirve en términos de pobres, excluidos, negreados, redistribución de la riqueza, o etcéteras de esa naturaleza, la respuesta es para nada –en primera instancia–, por más que sea atinado recordar que cuando una minoría relegada conquista atribuciones se abren mejores puertas para las mayorías. Por el contrario, si se lo valora desde lo que le pasó a un factor de poder que se creía simbólica y concretamente impune, es un notición. Como siempre subraya Rubén Dri, la Iglesia maneja esa simbología a través de una influencia de nexos profundos con los poderes políticos y económicos, a nivel nacional y mundial; y la profundidad de lo religioso en el ser humano, fundida con el manejo de la simbología, inevitablemente significa poder. Y cada vez que una vaca sagrada pierde poder, hay la chance de que se acerque la justicia.
Después hay que trabajar. Militarlo, al hecho, desde la diagonal que ofrece. Pero, siempre, por algo se empieza. O se continúa.
*Publicado en Página12 - 19/07/2010
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