Por Pablo Capanna*
El conde saboyano Joseph de Maistre (1753-1821) fue uno de los más encarnizados enemigos de las ideas de la Ilustración. En las Consideraciones sobre Francia (1796), que escribió alarmado ante la Revolución de 1789, hizo apocalípticas profecías sobre el futuro de la democracia, a la que consideraba un régimen antinatural e inviable desde cualquier punto de vista.
En el proceso que había precedido a la Revolución Francesa, la experiencia republicana que estaban haciendo los Estados Unidos de América había atraído la atención de todos aquellos que vivían bajo el antiguo régimen. Pero a diferencia de Tocqueville, el lúcido aristócrata que se dio cuenta de que el futuro sería democrático, el reaccionario saboyano sólo era capaz de ver a la democracia como un signo de decadencia.
Según De Maistre, el nuevo sistema estaba condenado al fracaso, porque era demasiado “humanista” y confiaba ingenuamente en la buena voluntad de la gente. Si las colonias de América todavía sobrevivían a la independencia era apenas porque conservaban algo de la fuerza de las tradiciones británicas, pero a corto plazo estaban condenadas a hundirse en la anarquía. Como las principales ciudades norteamericanas rivalizaban entre sí por elegir cuál sería la capital, los Estados habían decidido construir una nueva ciudad. El conde apostaba uno contra mil que esa capital jamás se construiría, que nunca se llamaría Washington, y que allí jamás se reuniría el Congreso.
Lo del conde era más una expresión de deseos que una conjetura. En general, es lo que ocurre con las predicciones políticas hechas desde la perspectiva del adversario: suelen ser las más prejuiciosas. A veces hasta habría que incluir en esta categoría algunas de las que hacen los profesionales de las ciencias políticas. A menudo, tampoco pasan de ser expresiones de deseo y en ciertos casos bien pueden ser profecías autocumplidas.
Sin embargo, la ceguera de Maistre no es el caso más ridículo entre todas las predicciones fallidas. Paradójicamente, las especulaciones más audaces y los errores más notorios abundan en un terreno que debería ser mucho más sólido que el de la política; suelen ocurrir cada vez que se intenta anticipar el futuro de la tecnología. Pero es común que la tecnología nos sorprenda, especialmente cuando avanza a los saltos, y cuando se conjuga con el humor social, que abraza o rechaza las innovaciones por razones que no tienen nada que ver con las técnicas, dando resultados imprevisibles.
EL ARTE DE PREDECIR
“Es muy difícil hacer predicciones, sobre todo cuando se trata del futuro”, dijo alguna vez Niels Bohr, quien por su familiaridad con la física moderna algo sabía de comportamientos cuánticos e indeterministas.
¿Acaso las predicciones no tratan siempre del futuro? Sin embargo, la frase no es tan irónica como podría parecer. Quizá si tratamos de entender en qué estaría pensando Bohr, encontremos que su sentido es menos paradójico de lo que parece.
Cada vez que se diseña un experimento, el modelo teórico nos permite deducir qué va a ocurrir, si es que la naturaleza se comporta “como si” la teoría fuera cierta.
Si predecir un fenómeno determinado ya es bastante difícil, pensaría Bohr, mucho más lo será predecir “el futuro” histórico a corto, mediano y largo plazo, porque eso implica una enorme cantidad de variables, la mayoría de las cuales no controlamos. El mundo real es infinitamente más complejo que cualquier situación de laboratorio.
Sin embargo, desde la Revolución Industrial para acá, cada nueva innovación tecnológica ha despertado las más fantásticas expectativas. Es muy común que tendamos a verla como una nueva máquina a vapor que se dispone a transformar el mundo. A mediados del último siglo se anunció con gran pompa el inicio de la Era Atómica y poco después de la Espacial; más tarde, se proclamó que había comenzado el tiempo de la biotecnología y de la informática. Todas esas revoluciones vinieron y llegaron para quedarse pero no resolvieron todos los problemas, como algunos parecían creer.
Tecnologías que en su momento fueron estrellas, como el hovercraft y el cine 3D apenas sobrevivieron, y sólo experimentan periódicos relanzamientos. Hay un próspero mercado de best-sellers que cada año anuncia la era de la energía barata que obtendremos del Sol, del hidrógeno o de la fusión. Nuevas eras, como la de la nanotecnología o la computación cuántica, parecen estar cerca. Pero en esos casos conviene volverse a lo que ocurrió en otras fases de la historia.
Después de hacer su trágico debut en Hiroshima, la energía atómica fue durante un tiempo el horizonte ineludible del progreso. En 1947 Business Week advertía que para cualquier proyecto a un plazo de más de cinco años, había que considerar las inminentes aplicaciones de la energía nuclear. Para entonces, la empresa Lewyt Corp. prometía que en diez años habría aspiradoras nucleares para el ama de casa. Un vocero de la Comisión de Energía Atómica anunciaba la energía barata, la derrota del hambre y la paz mundial para 1970. David Sarnoff, el presidente de RCA, ya estaba pensando en pilas atómicas para la radio y los electrodomésticos.
Aquí ya las usaba Misterix, un popular personaje de historieta que dibujaban Campani y Zoppi. La revista de ciencia ficción Más allá, que orientaba Oesterheld, no se quedaba atrás y publicaba los planos para una locomotora atómica que jamás llegó a correr por ninguna vía.
Pasaron los años, y para fines de siglo, especialmente después de Chernobyl, todos estaban tratando de sacarse de encima las peligrosas centrales nucleares.
NO VA A ANDAR...
A menudo, la presunción de que las cosas seguirían más o menos como siempre, llevó a personas bien informadas y cultas a hacer notables papelones. La historia de la ciencia ha sido piadosa con ellos, y generalmente prefiere recordarlos tan sólo por sus aciertos.
Dionysius Lardner, el profesor que le sugirió a Babbage la idea de la primera computadora, explicó en 1823 que el tren bala era imposible, porque los pasajeros morirían asfixiados por falta de aire.
En 1820, el rector de Columbia se declaró escéptico en cuanto a las posibilidades que tenía la máquina de calcular. Un memorando interno de la Western Union negó en 1876 que el teléfono pudiera llegar a ser un medio eficaz de comunicación. En 1977 Ken Olson, fundador de Digital Equipment Corp., juraba que no había razón alguna para que la gente llegase a tener una computadora en su casa.
Edison, que había anunciado el triunfo del auto eléctrico para 1925, no se perdió la ocasión de descalificar a la radio, tachándola de moda pasajera en 1922. Por supuesto, cuando apareció la TV fue el editor de Radio Times quien se anticipó a decir que la pantalla chica no tenía futuro.
A algunos esta miopía les costó cara, como al inventor del primer videogame, que en 1958 no quiso patentarlo por considerarlo demasiado obvio; a la AT&T, que no pidió derechos por la primera aplicación del transistor, y a Tim Berners-Lee, que nunca registró el diseño de la Web. Otros no lo hicieron por miopía sino por ética, como Salk y Milstein, pero no es común que se los recuerde por eso. También hubo quienes se excedieron en la dirección opuesta, haciendo sobrepredicciones que luego serían totalmente desmentidas por los hechos.
No podemos dejar de notar que a menudo las predicciones esconden las preocupaciones y expectativas de la época en que se formulan, de manera que conciernen más al presente que al futuro. A veces son meras extrapolaciones de lo que ya se conoce; si tenemos TV en color y aviones jet pronto tendremos TV holográfica y transporte supersónico de pasajeros. Pero en el mundo real la energía nuclear resultó poco confiable, el robot todavía sigue siendo más caro que el hombre y la exploración del espacio es tan costosa como escasamente rentable. Mme. Curie predijo en 1904 que la radiactividad alargaría la vida, pero murió de la leucemia que le causó la prolongada exposición a las radiaciones.
Un pronóstico de 1893 anticipaba la expansión masiva del ferrocarril y el correo neumático, pero ignoraba al auto y al avión. En la ciencia ficción de principios de siglo XX, los tubos neumáticos para el transporte de pasajeros y carga gozaban de gran popularidad, y nadie imaginaba el futuro sin ellos. En la que se escribía cincuenta años después nadie dudaba de que hoy nos estaríamos desplazando en caminos rodantes, pero las cintas transportadoras de pasajeros nunca se desarrollaron de manera sostenida. Se imaginó que en el 2000 habría barcos eléctricos que cruzarían el Atlántico en dos días; antes de fin de siglo habría colonias espaciales, y todos consumiríamos alimentos sintéticos y agua de mar desalinizada.
En febrero de 1950, Waldemar Kaempffert, el editor de Mecánica Popular imaginaba Tottenville, la ciudad-jardín libre de smog del año 2000, donde íbamos a vivir con todo el confort científico. Para entonces viajaríamos en aviones-cohete y helicópteros familiares. No existirían la gripe y otras molestias. Comeríamos alimentos obtenidos del aserrín, cocinados con horno solar y comprados por teléfono. Los platos sucios se disolverían en agua caliente. Pero la electrónica todavía usaría tubos de vacío, y los equipos estarían controlados por tarjetas perforadas.
Quienes menos tolerancia pueden reclamar en estas cuestiones son los escritores de ciencia ficción, a quienes se suele atribuir el poder de anticipar el futuro. Junto a brillantes aciertos, también ostentan un pasivo de ilustres pifiadas, debidas precisamente a la dificultad de mirar más allá del presente y sus mayores atracciones. Tomemos como ejemplo una ambiciosa novela (Ciudades en vuelo) donde un autor como James Blish (por otra parte, inteligente e informado), se animaba a desplegar en 1954 milenios enteros de historia futura.
Para el año 3000 Blish pensaba que habría un auge del uranio y del germanio, el mineral con el cual entonces se hacían los transistores. En el 4000, imaginaba que toda la electrónica todavía funcionaría con tubos de vacío y explicaba que no era posible mandar equipos transmisores a Júpiter porque la gravedad aplastaría sus válvulas (!). En el siglo XXII de Blish aún existía la URSS, se sacaban copias mimeográficas de los planos y los ingenieros seguían usando reglas de cálculo. No hay nada que envejezca más rápido que la tecnología de punta.
LOS LIMITES DEL PRONOSTICO
Una regla útil a la hora de evaluar las profecías que se hacen en torno del futuro de las tecnologías es la que formuló Roy Amara (1925-2007). Se diría que Amara estuvo entre los futurólogos más prudentes, considerando que pertenecía a un gremio que suele gozar de impunidad para cualquier exageración.
Según proclama la llamada Ley de Amara, “tendemos a sobrevaluar los cambios de mediano plazo, pero al mismo tiempo subestimamos aquellos de largo alcance.” En Futurehype (2006), un libro cuyo título podría traducirse como “exageraciones del futuro”, Bob Seidensticker, un ingeniero de Microsoft, se remite a la Ley de Amara para pronosticar qué puede ocurrir con los pronósticos de hoy.
Supongamos que estamos en 2015 y queremos predecir cómo será el mundo de 2020 (esto es, el corto plazo) y el de 2045, un plazo que es considerado largo. En 2015 seguramente sobreestimaremos el impacto que tendrá cinco años después eso que para nosotros es “la nueva tecnología”, esa de la cual todos hablan y cinco años después veremos que no fue tan grande.
Pero al llegar al 2045 nos daremos cuenta de que habíamos subestimado la penetración de la tecnología de 2015. De hecho a nadie le importará, porque aquello que entonces era nuevo ha dejado de asombrar y todos andan excitados con otra novedad. Descubriremos que algunas de las cosas que dábamos por muertas seguirán estando presentes, y que los esfuerzos que hicimos en 2015 para imaginar el impacto en el largo plazo de una tecnología que todavía no tenía demasiada presencia en nuestro medio fueron totalmente erróneos.
Del mismo modo, nadie se acordará de los artistas más exitosos y muchas polémicas parecerán decididamente arqueológicas. Es que la vida te da sorpresas, y por eso despierta tanto interés...
*Publicado en Página12
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