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martes, 27 de abril de 2010
EL RENACER NUCLEAR DE LA ARGENTINA
Por Ignacio Jawtuschenko, Periodista.
La posición de la Argentina en la cumbre Nuclear Mundial celebrada en Washington consistió en acompañar las medidas de seguridad que prevengan posibles ataques terroristas a las instalaciones nucleares, pero que estas medidas preventivas no sean pretexto para impedir el avance y la autonomía del desarrollo nuclear pacífico. Es que la Argentina tiene una larga historia en este campo.
El origen de la actividad nuclear en la Argentina en la década del ’50 no podía haber despertado más fantasías. En una isla paradisíaca, la Huemul, en el lago Nahuel Huapi, el austríaco Ronald Richter experimentó como un alquimista solitario con sus máquinas e instrumentos la secreta posibilidad de la fusión nuclear. Algo que aún hoy, seis décadas después, es un objetivo no alcanzado.
Luego de aquella aventura, la nuclear se volvió una empresa colectiva organizada, con instituciones, grupos de investigación, industriales. Hoy como ayer la actividad nuclear es factor de independencia económica.
La Argentina domina esta tecnología desde sus albores. Desde el RA1 inaugurado en 1958, todos los reactores de investigación argentinos fueron proyectados y construidos en el país. Los reactores de investigación son instrumentos complejos usados para formar ingenieros, físicos y químicos nucleares, testear materiales, fabricar radioisótopos, sustancias químicas radioactivas de uso médico e industrial.
En los ’80, días antes de que asumiera Raúl Alfonsín, la Cnea anunció al mundo que el país disponía de tecnología para enriquecer uranio. Fue el primer país emergente que logró dominar la totalidad de ese ciclo de combustible.
Es que cuando nuestro país emprendió el camino nuclear no lo hizo comprando paquetes tecnológicos llave en mano, sino con la decisión política de desarrollar su infraestructura con la máxima autonomía posible. Se trata de desarrollos que van desde la minería de uranio –prospección, explotación, extracción–, la producción –concentración y purificación– de dióxido de uranio, la fabricación de vainas de zircaloy, la producción de agua pesada para los reactores, la operación de las centrales y la gestión de los residuos radiactivos.
Con una historia a hombros de gigantes como José Balseiro, Jorge Sábato y Franco Varotto, esta actividad científico-tecnológica es una política de Estado que mira el porvenir: en noviembre pasado se aprobó prácticamente por unanimidad la primera Ley Nuclear de la democracia que apunta a permitir la construcción de la cuarta central Atucha III de 1.500 megavatios de potencia, la extensión de vida por otros 30 años de la eficiente Central Nuclear de Embalse y el desarrollo del prototipo del primer reactor de diseño argentino, el Carem.
Poder nuclear. Diez gramos de uranio produce tanta energía como una tonelada de carbón. En términos simples, toda central nuclear funciona como una cacerola. La fisión nuclear genera un inmenso calor que calienta el agua y produce vapor para rotar una turbina, su rotación impulsa un generador que convierte el movimiento mecánico de rotación en electricidad, como el dínamo de una bicicleta. Esa electricidad es transmitida a los usuarios. Detrás de esos artefactos está la teoría física atómica y la fórmula científica que es un ícono de la cultura universal: E=MC2.
La producción nuclear de energía eléctrica se desarrolla dentro del cuadrilátero de política energética, cooperación internacional, aceptación pública y medio ambiente. Algunas ventajas que siempre se destacan de la energía atómica: competitiva frente a las fluctuaciones de los hidrocarburos –petróleo y gas–, constante porque trabaja las 24 horas, todos los días del año –a diferencia de la hidráulica y la solar–, limpia, porque evita la emisión de toneladas de gases de efecto invernadero a la atmósfera.
Aquí, allí y en todas partes el aumento del precio del petróleo, el incremento de la demanda de electricidad y la dependencia energética a los países productores de combustibles fósiles ha propiciado la vuelta a lo nuclear. Energívoro, en los últimos 15 años el mundo consumió más energía que en toda la historia.
Un ejemplo, Italia, considerada el emblema de los países antinucleares, ya no posterga su retorno a esta energía. Es que se volvió una isla que compra electricidad a los vecinos nucleares, por ejemplo, Francia. El país de los perfumes y la alta costura es también el más nuclear del mundo, allí 8 de cada 10 lámparas de luz son alimentadas por nucleoelectricidad.
Según datos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), el 15 por ciento de la electricidad que consume el mundo es nuclear, la producen 440 reactores. La energía nuclear es sinónimo de desarrollo. Mientras en la Unión Europea el 35 por ciento de la energía que se produce es nuclear, en América latina el panorama es el opuesto, sólo el 2,5 por ciento es nuclear. Sólo Argentina, Brasil y México tienen nucleoelectricidad.
La Argentina cuenta hoy con dos centrales nucleares que suministran un 7 por ciento de electricidad. Atucha I, de origen alemán, en 1974 fue la primera central latinoamericana, puesta en marcha en tiempo récord. La Central de Embalse, en Córdoba, construida en 1984, de tipo Candu, batió récords de eficiencia con un factor de disponibilidad del 87% por ciento. Produce allí el cobalto 60, un radioisótopo que se usa para irradiar y preservar alimentos, esterilizar insumos quirúrgicos y tratar enfermedades tumorales. La Argentina, a través de Dioxitek, es el tercer productor y exportador mundial de fuentes de cobalto 60.
Atucha II será la máquina térmica más grande del país. Durante los ’90 fue un monumento al abandono. Olvidada en el medio de un baldío de pastizales altos, frente al Paraná, ese caudaloso río que –como la tecnología–, no detiene su marcha.
Trunca, la central era un mecano disperso. Sus componentes –85 mil piezas, de unas 40 mil toneladas– se almacenaron en carpas especialmente acondicionadas para evitar la corrosión, para hibernar, resistir. Eran tiempos en que las carpas fueron sinónimo de resistencia política. La carpa blanca docente frente al Congreso, es la más emblemática de todas.
Hoy Atucha II es un hormiguero con cientos de cascos verdes, azules, blancos, amarillos, que se mueven de un lado a otro. A cargo de la empresa estatal Nucleoeléctrica Argentina (N.A.S.A.) trabajan 5.200 personas. Es una mezcla de veteranos recuperados con jóvenes que recuperaron el sentido de futuro.
Cargada de simbolismos, Atucha II es tanto un emblema de reconstrucción, como un ejemplo de lo que no hay que hacer: ninguna obra puede tardar 30 años en terminarse.
Estrategia de dos patas. La Argentina nuclear se sostiene sobre dos patas. Una se hunde hasta la rodilla en el sistema científico tecnológico con la formación de recursos humanos de alto nivel y los proyectos de investigación y desarrollo. La otra se apoya en sectores industriales, con la producción de radioisótopos para la salud pública, la fabricación de combustible nuclear y la provisión de nucleoelectricidad. Casi el 80 por ciento de los fondos asignados al sector nuclear fueron destinados a proyectos referidos a la generación nucleoeléctrica.
Nuestro país ha liderado por décadas el espacio nuclear regional, formando a científicos de países vecinos en investigación y protección radiológica. Pero así como los científicos nucleares argentinos son reconocidos en todo el mundo, la mayor parte de la sociedad desconoce la existencia de este tesoro atómico, que, cuando se conoce, es irremediablemente motivo de orgullo. Sucede que en el sector nuclear son más que discretos a la hora de dar a conocer su trabajo. A diferencia de otros, hacen mucho y hablan poco. Tal vez sean inercias de décadas pasadas, en las que el sector tuvo que resistir en silencio.
Nunca es suficiente la cantidad de especialistas en el campo nuclear. No obstante, el andamiaje necesario para la formación de recursos humanos es uno de los méritos de la Cnea. Mediante acuerdos con universidades, la Cnea creó institutos universitarios, radicados en sus centros atómicos. En 1955 se creó en acuerdo con la Universidad Nacional de Cuyo el Instituto Balseiro en Bariloche, un centro de excelencia donde se forman ingenieros y físicos nucleares de toda América latina. Desde 1993 en acuerdo con la Universidad Nacional de San Martín, el Instituto Tecnológico Jorge Sábato diseñó carreras en ciencias de materiales. Y desde el 2004 el Instituto Dan Beninson ofrece maestrías en reactores nucleares y radioquímica. En Mendoza funciona la Escuela de Medicina Nuclear y Radiodiagnóstico.
Algo más que soja. La Argentina ha demostrado que además de su carne o sus jugadores de fútbol es un proveedor nuclear confiable. La primera exportación de tecnología nuclear fue una serie de elementos combustibles que compró Alemania en 1958. En los ’80 la construcción de un centro nuclear en Perú –el Cnip– fue el más importante proyecto de cooperación nuclear sur-sur. También Argelia optó –entre ofertas de las principales firmas del mercado mundial– por comprarle a la barilochense Invap su primer reactor experimental –el NUR–, con el objetivo de desalinizar agua de mar y favorecer la agricultura en el desierto.
Desde 2002 la Cnea produce en su Centro Atómico Ezeiza molibdeno 99, un elemento radiactivo esencial en medicina nuclear, para el diagnóstico por imágenes y que se exporta a Brasil y países de la región.
En 2005 la exportación más grande de la historia de la Argentina fue el reactor que también Invap vendió a Australia, el Opal, construido para la Ansto, (Agencia de Ciencia y Tecnología Nuclear de Australia). Alta tecnología al precio más conveniente, sería un lema posible.
Publicado en MIRADAS AL SUR.
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