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sábado, 6 de febrero de 2010

LOS POROTOS DE MI ABUELO

Por Arq. Roberto O. Marra

Mi abuelo cosechaba porotos. Eran famosos los porotos de mi abuelo. Grandes, blancos o negros, tiernos, sanos. Parecían castañas, dice mi madre. Cuenta que cuando eran chicos, ella y sus hermanos los comían crudos, al lado de las plantas. Tan exquisitos eran.
Eran porotos, no soja. Y menos transgénicos. Ni un gramo de herbicidas necesitaban. Su único fertilizante era el abono natural y el enorme trabajo y la dedicación que les daba. No, mi abuelo no sembraba para elevar la rentabilidad; sólo buscaba mejores porotos.
Mi abuelo nunca se hizo rico, ¡qué va!. Ni su propia tierra tuvo. Arrendaba a los estancieros, dejando su sudor y sus años en surcos ajenos. No era como un pool de siembra arrasando fertilidad. No se pasaba sus días jugando a las cartas en algún bar de pueblo, gastando dineros que otros ganaran por él. Nunca pudo comprar un departamento para cada hijo en una gran ciudad. Más modesto, sólo pudo construir con sus propias manos un rancho de adobe, aún en pié, donde cobijarse cuando viejo.
En verano esperábamos ansiosos que trajera los frutos que recogía el mismo de la huerta y el monte que cuidaba todos los días. Enormes, frescos y jugosos, nadie que haya probado esos manjares podría olvidar sus aromas y dulzores. ¿Fumigaciones? ¿Qué es eso?
El único esparcimiento de mi abuelo era ir los domingos al boliche más cercano a compartir algunas copas con sus conocidos. Caminaba una legua por un camino vecinal de tierra, rodeado de sembradíos de trigo, maíz, girasol, avena, alfalfa, lino, sorgo. Enormes y coloridas superficies de ondulantes cereales y oleaginosas salpicados por grandes potreros con ganado vacuno, algunas ovejas, el infaltable chiquero y, ya cerca de los galpones, el gallinero.

Hace poco volví a recorrer ese camino. No encontré una sola vaca, ni una oveja, ni un cerdo. Sólo un inmenso mar verde a ambos lados. Soja, soja y más soja. Tuve que correr para evitar el rociado de un avión fumigador que esparcía glifosato. Ya no están los montes frutales, ya no está la huerta que cuidaba mi abuelo. Sólo una persona permanece cuidando las más de 800 hectáreas, donde antes había diez peones y un encargado, algunos con sus familias. Cerca de la ruta asfaltada, en un rincón alquilado a una empresa, florece un feed lot, con más de 500 animales hacinados, sin pastos, sin montes, sin caminar, invalidadas para cumplir con el fin de inflar sus músculos inermes en pocos meses.
En el pueblo algunos vecinos se animan, en voz baja, a contar la cantidad creciente de enfermos de cáncer que se han sucedido en los últimos diez años. Las viviendas están rodeadas de enormes silos repletos de soja. De sus patios de cargas y descargas el viento esparce un polvillo que penetra por todos lados. Y en todos. Por la calle transita un “mosquito” chorreando todavía los restos del agroquímico que acaba de esparcir en un campo cercano. Un grupo de chicos espera que pase y vuelven a jugar con su pelota, un poco mojada con el glifosato caído.
En el hospital, me dicen, no logran explicarse el aumento desmedido de casos de alergias, afecciones pulmonares, digestivas y malformaciones en recién nacidos. Alguien pregunta cómo se sale de esto, cómo se evita tanta madre angustiada, tanto trabajador enfermo, tanto daño par el goce de tan pocos.
Con porotos, les digo. Con porotos como los de mi abuelo.


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