miércoles, 12 de septiembre de 2018

ALLENDE LA HISTORIA

Imágen de "Kontrainfo"
Por Roberto Marra
Hubo un tiempo donde los sueños se tocaban con las manos. Hubo una etapa de nuestra historia sudamericana donde la felicidad estaba a la vuelta de la esquina de los dolores continentales que ya parecían eternos. Hubo un período, corto pero real, donde la esperanza se había convertido en certeza, donde la palabra de quien señalaba el camino era irreductiblemente cierta, leal, sincera, honesta, transparente. Un tiempo donde un hombre firmó con su nobleza la página de los valientes, y transformó sus ideas en proezas.
Su nombre era premonitorio: Salvador. Ya era como una consigna en sí mismo, una marca de nacimiento de su destino, una convicción de su rumbo incontenible. Con ese sello condujo sus pasos hacia su utopía sincera, con su brillante intelecto supo persuadir a su Pueblo y con su paciencia tejió el manto con el que intentaría cubrir sus padecimientos, cuando el poder fuera algo más que una simple consigna de libros revolucionarios.
Pero no habría de acabar su obra este alquimista de los valores más humanos. No podría llegar al final de su senda de cambios profundos en la sociedad que lo ungió Presidente. No logró trasponer la línea marcada por el enemigo eterno de los pueblos de esta parte (y de todo) el Mundo. No le sería permitido continuar con la construcción de los cimientos del paradigma de la solidaridad y los muros salvadores de las conciencias.
No le dejaron hilar la trama popular que acabara con el martirio histórico de la opresión imperialista. Como en todos los pueblos de Nuestra América, el sometimiento era la regla establecida por las aristocracias nombradoras de “virreyes”, oscuros personajes creados para asegurar la continuidad de las farsas de democracias sin pueblos ni gobiernos, solo pantallas útiles para sus enriquecimientos ilimitados.
Había que detener tanto empeño libertario, tanta pretensión soberana, semejante intento justiciero. Había que darles una lección inolvidable a quienes les seguían y apoyaban. Había que deshacer esos cimientos populares con un terremoto de odio que cegara, incluso, a los propios beneficiados de sus políticas de distribución de las riquezas. No podía, el imperio miserable, permitir el desacato de la esperanza de los corazones de millones de sometidos.
El hombre que creyó poder generar una revolución sin violencia, fue castigado con ella. Él, que nunca quiso la muerte por delante del triunfo, cayó junto a su Pueblo, arrasado con las balas asesinas de los perversos ejecutores de metrallas ordenadas por los dueños del Planeta. No fue suficiente la victoria diabólica sobre su nombre y sus palabras. Convirtieron a un País en un inmenso mar de sangre, un cementerio de esperanzas, un enorme campo de concentración donde la vida no volvería ya a ser la de antes.
Resuenan todavía y resonarán para siempre sus palabras del final heroico y ejemplar. Nada ni nadie, ni el peor de sus enemigos pudo borrar su imagen y sus dichos en el instante valiente de dar la vida por sus ideas y su Pueblo, incluso por quienes lo abandonaron a su suerte y no lo merecían. Cayó rodeado de serviles asesinos a sueldos de embajada y empresarios, orgullosos hacedores de desgracias y destinos sin ilusiones de una sociedad derrotada.
Su verdugo generó una nueva nación, oscura, tétrica, donde lo solidario dejó paso al repugnante individualismo, donde la vida solo le corresponde a quienes pueden pagarla, donde nadie se educa si no tiene dinero, donde el orgullo “nacional” fue prefabricado a la medida de los intereses del imperio decadente, los mismos que ametrallaron el cuerpo tan pequeño de ese Hombre tan inmenso, que intentó adelantarse a su tiempo, marcando nuestros corazones con la victoria que todavía le debemos.

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